Era una mañana más para Daniela, una joven de apenas 19
años. La luz del sol se filtraba por la ventana y se extendía sobre las sábanas
blancas que cubrían su cuerpo joven y curvilíneo. Sus tetas, firmes, copa C, se
alzaban con cada respiración, y su culo amplio, carnoso, delicioso parecía
invitar a ser tomado.
Abrió los ojos lentamente, con la mente aún atrapada en el
último rastro de su sueño. Sentía su coño húmedo, cálido, palpitante. Había
soñado que la penetraban con fuerza, que alguien la tomaba por detrás mientras
gemía con la cara enterrada en el culo de un hombre negro. El cosquilleo en su
entrepierna no era sólo el recuerdo: aún estaba mojada, resbalosa, excitada. Su
sonrisa al despertar lo decía todo: había sido un sueño de esos que te
despiertan con ganas.
Su mano descendió lentamente por su vientre, rozando su piel
con la suavidad de quien se conoce bien. Los dedos, temblorosos de deseo, se
deslizaron hasta su entrepierna. Daniela cerró los ojos y volvió a sumergirse
en el recuerdo de aquel sueño húmedo, tan vívido que podía sentir aún la
presión de unas manos ajenas en su cintura, bajando, abriendo sus nalgas e
intentando hurgar en su ano.
Desde que había terminado con su novio, no había vuelto a
tener sexo. Hacía meses que nadie la tocaba… al menos, nadie más que ella. En
ese tiempo, sus dedos se convirtieron en sus amantes: pacientes, atentos,
infalibles. Sabían exactamente cómo acariciarla, cómo abrirle el cuerpo poco a
poco, cómo encenderla sin prisa hasta dejarla temblando entre las sábanas.
Esa mañana, su cuerpo pedía lo mismo. Necesitaba saciarse. Y
sus dedos, otra vez, respondieron al llamado. Sus dedos se deslizaron con
suavidad sobre la tela de su ropa interior, apenas rozando su coño empapado. Un
jadeo escapó de sus labios. Sentía el calor concentrado entre sus piernas, esa
humedad espesa que le hablaba de deseo contenido, acumulado por días. Cerró los
ojos y se dejó llevar, permitiendo que su mente reconstruyera cada imagen del
sueño: las manos firmes que le sujetaban las nalgas, la lengua que le recorría
su clítoris, la voz masculina que le susurraba “puta” al oído.
Con movimientos lentos, Daniela apartó su ropa interior
hacia un lado y dejó al descubierto sus labios vaginales, hinchados y
brillantes. El aire fresco de la habitación le provocó un escalofrío delicioso.
Deslizó el dedo medio entre sus pliegues resbalosos, separándolos, empapándose
en su propio néctar, antes de comenzar a acariciar suavemente su clítoris. Un
gemido bajo, casi animal, surgió de su garganta.
Lo hacía despacio, saboreando cada roce, cada chispazo de
placer que la recorría. Usaba la yema del dedo para trazar círculos diminutos,
a veces rápidos, a veces más lentos, siguiendo el ritmo natural de su cuerpo.
Comenzó a menear su culo, casi por instinto, como si buscaran un contacto más
profundo.
Se mordió el labio inferior y arqueó ligeramente la espalda.
Con la mano libre, se acarició uno de los senos, apretando suavemente el pezón
erecto. El contraste entre el calor que ardía entre sus piernas y la suavidad
de sus propias caricias la llevó al límite con rapidez.
—Mmm... sí… —susurró, con los ojos cerrados, imaginando esa
voz masculina del sueño diciéndole qué hacer, diciéndole lo sucia que se veía
con sus dedos en su coño.
Sus dedos se movían ahora con más decisión, firmes y
húmedos. El sonido de su coño mojado llenaba el silencio de la habitación.
Sentía el orgasmo acercarse como una ola que no podía ni quería detener. Sus
piernas se tensaron, sus gemidos se volvieron más agudos, y finalmente, el
clímax la golpeó con fuerza, estremeciéndola desde la punta de los pies hasta
el último rincón de su cuerpo.
Se quedó allí, jadeando, con la mano aún sobre su sexo
palpitante, sintiendo cómo el pulso regresaba lentamente a la calma. Una
sonrisa satisfecha curvó sus labios. Ese sueño la había dejado más hambrienta
de lo que pensaba. Y aún era temprano.
Se incorporó lentamente sobre la cama, aún con el cuerpo
envuelto en la tibieza del orgasmo recién alcanzado. Había dormido con el torso
desnudo, y al levantarse, sus tetas voluptuosas se sacudieron con suavidad,
pesadas y firmes, coronadas por pezones todavía erectos. El movimiento natural
de su cuerpo tenía algo hipnótico, como si cada gesto suyo fuera una invitación
silenciosa a follar.
La luz matinal se deslizaba por su piel blanca como leche,
resaltando cada curva, cada pliegue, cada rincón de su anatomía. Su largo
cabello negro caía en cascada por su espalda, el contraste con su tez la
convertía en una visión irresistible, como una diosa salida de un sueño
erótico.
Llevaba puesta solo una diminuta tanga color morado, de tela
casi transparente. La parte trasera se hundía profundamente entre las dos
mitades de su culo redondo y carnoso, haciendo que su cuerpo pareciera aún más
provocador. Por delante, el pequeño triángulo apenas alcanzaba a cubrir la
humedad de su coño que seguía presente entre sus labios íntimos, dejando poco a
la imaginación.
Se levantó por completo de la cama y caminó con pasos lentos
hacia el espejo, sabiendo y disfrutando lo que era: una fantasía hecha carne.
Cada paso hacía vibrar sus nalgas, y su reflejo le devolvía una imagen
descaradamente sensual.
Frente al espejo, Daniela se contempló con detenimiento,
como si su reflejo confirmara lo que ya sabía: estaba en el mejor momento de su
cuerpo, y lo sabía usar. Su piel aún ardía del placer reciente, y sus pezones
seguían duros, desafiando el aire de la habitación.
Tomó una camisa negra, amplia pero delgada, y se la puso sin
prisa. Al caer sobre su torso desnudo, la tela rozó sus pezones sensibles,
provocándole un pequeño escalofrío. La camisa le cubría hasta la parte inferior
de las nalgas, apenas ocultando la diminuta tanga morada que seguía aferrada
entre sus glúteos, como si no quisiera dejarla ir.
—Hora de un rico baño... y quizás un poco más de diversión
—murmuró con una sonrisa traviesa, dejando escapar una risita juguetona.
Abrió la puerta de su cuarto y caminó por el pasillo con
paso seguro. El roce suave de la tela sobre su piel húmeda, la frescura del
suelo bajo sus pies, y la idea de lo que venía en la ducha mantenían su cuerpo
encendido.
Llegó al baño, abrió la puerta y encendió la luz. El aroma a
semen aún impregnado en el ambiente hablaba de la ducha anterior de alguien
más… y eso sólo hacía que su imaginación se activara aún más.
Mientras tanto en la planta baja de la casa, otra silueta
luchaba contra el peso del sueño. Era el señor Jorge, el padre de Daniela, un
hombre de poco más de cuarenta años, que dormía en su habitación junto a su
esposa Marina, madre de Daniela.
Jorge se removió entre las sábanas, incómodo, no por el
calor ni por la postura, sino por una erección firme y persistente que tensaba
el interior de su bóxer. Aquella rigidez mañanera se había vuelto una tortura
silenciosa con el paso del tiempo. Marina dormía profundamente junto a él,
dándole la espalda, envuelta en la posición de cuchara, su pequeño trasero
apenas cubierto por un diminuto short de algodón que dejaba poco a la
imaginación.
El señor Jorge tragó saliva, tratando de apartar los
pensamientos que se acumulaban en su mente. Hacía meses que no tocaba a su
esposa. Marina, aunque aún hermosa, ya no compartía el deseo de antes. La
pasión, que años atrás ardía con fuerza entre ellos, se había ido apagando poco
a poco, hasta dejar solo las brasas tibias de una rutina silenciosa.
Aun así, su cuerpo seguía pidiendo. Cada mañana, esa
necesidad regresaba, latente, palpitante entre sus piernas. Y esa mañana, con
Marina dormida frente a él, sintiendo el calor de su espalda, la suave redondez
de sus nalgas apenas separadas por la tela fina del short… era difícil
resistirse.
Jorge cerró los ojos e inhaló profundo. Podía sentir el roce
involuntario de su erección contra ella, apenas un contacto, pero suficiente
para hacerlo arder por dentro.
Jorge no pudo evitarlo. Poco a poco, comenzó a frotarse
contra el cuerpo dormido de Marina. Su erección buscaba alivio, y el contacto
con las nalgas pequeñas de su esposa, cubiertas apenas por ese short delgado,
era un tormento dulce que lo arrastraba al deseo.
Se acercó más, presionando con suavidad su miembro
endurecido contra la ranura de su trasero. Marina se removió ligeramente,
incómoda, despertando poco a poco por la insistente fricción.
—¿Qué es lo que quieres, Jorge...? —murmuró con voz ronca y
molesta—. Quiero dormir…
—Hace meses que no hacemos nada… —respondió él, casi en un
suspiro, como si las palabras se le atoraran en la garganta.
—No lo haremos. Esa cosa me lastima —espetó Marina, sin
mirarlo, con la frialdad que solo da el desinterés acumulado.
Jorge tragó saliva, herido por la frase, pero aún empujado
por la necesidad. Se acercó más, con cautela, y bajó un poco su bóxer. Deslizó
su falo por la entrepierna de su esposa, buscando su coño y una señal, una
chispa, algo que le indicara que no estaba completamente solo en su deseo.
Pero no la sintió. No había calor, no había humedad, no
había ningún indicio de reciprocidad. Solo frialdad. Su miembro rozaba una piel
tibia, sí, pero ausente. Marina no estaba ahí, al menos no como mujer, no como
amante. Era un cuerpo cansado, apagado, y él lo supo en cuanto notó la sequedad
entre sus muslos.
Jorge se detuvo, frustrado, con una mezcla amarga de deseo
insatisfecho y rechazo silencioso. Cerró los ojos. No sabía si lo peor era la
erección sin destino... o la distancia abismal que lo separaba de la mujer con
la que compartía la cama desde hacía más de veinte años.
Pero de pronto, una nueva urgencia lo sacó de sus
pensamientos. Esa incomodidad punzante en la base del vientre, conocida por
todos los hombres tras una erección prolongada, le indicó que necesitaba orinar
de inmediato. Frunció el ceño con molestia, suspiró resignado y se alejó
lentamente del cuerpo tibio y ajeno de Marina.
Se acomodó el falo erecto dentro del bóxer con una ligera
mueca de incomodidad, tratando de evitar que el roce le provocara aún más
tensión. Vistiendo solo una camiseta blanca de tirantes que le abrazaba el
torso amplio y acentuaba su tez morena, salió de la habitación con pasos
rápidos, descalzo, con el miembro aún firme presionando la tela.
Cruzó el pasillo en silencio y llegó al pie de las
escaleras. El baño del piso inferior estaba averiado y Jorge, impaciente,
decidió subir al de la planta alta. Subía los escalones uno a uno, con el
cuerpo tenso y la urgencia creciendo en su abdomen.
La urgencia se volvió insoportable, como un nudo
retorciéndose en su bajo vientre. Jorge apenas pensó. No tocó la puerta, no
esperó. Solo giró el picaporte y entró al baño con pasos apresurados, con la
mente centrada en una sola cosa: aliviar esa presión ardiente.
El baño estaba cargado de vapor; el espejo empañado y el
sonido del agua cayendo en la ducha llenaban el espacio con una atmósfera
húmeda, íntima. Pero él no lo procesó. Sus ojos se clavaron en el inodoro.
Caminó directamente hacia él, bajó el bóxer con una sola mano, y sacó su pene
erecto, grueso, tenso, oscuro, apuntando ligeramente hacia arriba por la dureza
que aún no cedía. Lo sostuvo con firmeza, guiándolo, respirando con fuerza
mientras sentía el impulso a punto de desbordarse.
Y entonces, algo cambió.
Un crujido repentino detrás de la cortina de baño lo hizo
girar la cabeza, y de pronto la tela se corrió bruscamente hacia un lado. El
vapor se disipó lo justo para que Jorge viera el rostro mojado de Daniela
asomarse entre las gotas. Su cabello negro le caía sobre los hombros, y sus
labios entreabiertos dejaban escapar el aliento entrecortado de quien había
sido interrumpida en pleno acto de masturbarse.
Sus ojos, al principio desconcertados, se cruzaron con los
suyos. Pero no se detuvieron allí. Bajaron. Y allí lo vio.
El miembro de su padre, grueso y erecto, palpitando aún en
su mano, expuesto sin pudor, a sólo unos metros de distancia. El vapor parecía
adherirse a su piel morena, dándole un brillo casi hipnótico. Era largo,
notablemente largo, con venas marcadas y un grosor que dejaba claro que no
había nada común en su anatomía.
Daniela, aún cubierta solo por la silueta mojada de la
cortina, se quedó en silencio. Su mirada se clavó en el falo de su padre como
si el tiempo se hubiese detenido. No era una mirada fugaz, ni de simple
sorpresa. Era otra cosa. Había algo en la forma en que sus ojos se abrieron, en
cómo sus labios se separaron apenas… como si su cuerpo reaccionara antes que su
mente.
Nunca había visto algo así. Ni en su exnovio, ni en las
vergas descomunales del porno interracial. Era real. Estaba ahí. Y su tamaño,
su forma, su presencia física… la dejaron sin aliento.
—¿Qué… qué mierda…? —alcanzó a murmurar, pero su voz carecía
de fuerza. No sonaba enojada. No del todo.
Jorge, aún con el miembro en la mano, no se movió. Por un
instante, se sintió atrapado en ese silencio tenso, donde lo prohibido y lo
accidental chocaban como olas violentas. Él también la miraba. El vapor
dibujaba su cuerpo tras la cortina mojada: las tetas tensas, las nalgas
apretándolas, el agua bajando y pasando por su coño… y la respiración que no
era de susto, sino de algo más profundo. Deseo contenido. Instinto. Y una
puerta que, sin querer, ambos acababan de abrir.
—No puede ser… —murmuró Daniela, incorporándose de manera
casi instintiva dentro de la ducha. Sus palabras no eran de enojo ni de
escándalo, sino de asombro genuino, como si estuviera presenciando algo
extraordinario, algo que desafiaba las proporciones que conocía—. Esa cosa es
enorme…
Jorge, aún sujetando su pene, giró el rostro con una mezcla
de vergüenza y tensión. Intentó decir algo, encontrar alguna excusa razonable,
aunque sabía que ya era inútil.
—Hija… perdón. No debería estar yo aquí. Es solo que…
necesitaba… —Pero su voz se apagó en el aire. Porque en ese momento, la vio con
claridad.
Daniela estaba completamente desnuda. El vapor ya no
ocultaba nada. Su cuerpo curvilíneo y joven brillaba bajo la luz tenue del
baño; su coño estaba húmedo y rasurado e irradiaba lujuria, y sus tetas
turgentes, de pezones rosáceos, firmes y erectos, parecían responder a algo más
que el agua caliente. Era el deseo. Jorge lo supo. Lo sintió.
Pero lo más desconcertante no fue verla desnuda, sino notar
que ella… no lo miraba a él. Miraba su falo. Con los ojos fijos, fascinados,
como quien observa algo prohibido y al mismo tiempo deseado, Daniela se agachó
lentamente. Bajó hasta quedar a la altura del miembro de su padre, que aún
mantenía una ligera descarga de orina, pero que seguía firme, grueso,
palpitando.
—Esta cosa… debería ser considerada un arma blanca —comentó
con una sonrisa ladeada, casi traviesa, como si su mente ya no se preocupara
por lo inapropiado del momento, sino solo por lo tangible, lo evidente… lo
inmenso que tenía ante sí.
Jorge no se movía. Su corazón golpeaba con fuerza. Sentía su
pulso en la sien, en el pecho, en la punta misma de su enorme pene, aún húmedo
por la orina que se disipaba lentamente.
Daniela lo contemplaba sin culpa. Sin vergüenza. Ni siquiera
parecía registrar que estaba mirando el pene de su propio padre, un hombre que
la había criado con amor y que ahora le mostraba el pene con el que fue
engendrada. No. Su mente estaba enfocada únicamente en él. En ese trozo de
carne firme, oscuro, tan grueso que ni en sus juegos solitarios había imaginado
algo igual. Y mientras más lo miraba, más lo deseaba.
Su coño, aún sensible por la masturbación anterior,
comenzaba a palpitar con más fuerza. Se sentía caliente, pulsante, viva. Mojada
otra vez. La línea entre el atrevimiento y la necesidad se desdibujaba con
rapidez.
Y frente a ella, la tentación seguía firme. Tan real que
podía olerla. El tenue rastro de orina se había disipado por completo, pero lo
que seguía presente era aún más intenso: el calor, la firmeza, la carne tensa
cargada de deseo no resuelto.
Jorge había vaciado su vejiga, sí… pero sus testículos
seguían pesados, hinchados por meses de abstinencia, llenos de los hermanos no
concebidos de Daniela. No había paz en su cuerpo, solo una erección latente y
su hija frente a él con los ojos brillando de deseo.
Instintivamente, se giró un poco, dispuesto a subirse el
bóxer y salir de ahí, pero antes de que pudiera hacerlo, sintió una mano firme
sujetándole la muñeca.
—Oye, espera un momento —dijo Daniela con una sonrisa
provocadora, su voz impregnada de lujuria—. Llegas, me miras las tetas y entras
con esta cosota erecta... por lo menos déjame apreciarla un poco.
Sus ojos estaban clavados en su falo, con esa mezcla de
hambre y asombro que borraba cualquier rastro de vergüenza y familiaridad
sanguínea. La razón ya no tenía espacio en su mente. Solo el deseo. Solo ese
miembro enorme que tenía delante y que parecía salido de una de sus fantasías
más sucias.
—Hija… esto está mal… —murmuró Jorge, aunque su voz carecía
de convicción.
—Vamos —susurró ella, deslizando los dedos por su antebrazo
con una suavidad eléctrica—. Déjame apreciarlo. Sé que soy tu hija, pero tienes
que entender… esto que tienes aquí no lo tiene ni el actor porno mejor pagado
de la industria. De seguro casi matas a mamá de placer con esta cosa.
Jorge soltó una risa amarga, cargada de años de frustración.
—Ojalá…
Daniela lo miró con curiosidad, con esa chispa que mezcla el
deseo y la compasión. Dio un paso más cerca.
—¿Eh? ¿O sea que ella no lo usa?
—Bueno… ya desde hace unos años que no me deja… —hizo una
pausa, frunciendo el ceño—. Espera… ¿por qué te estoy diciendo esto?
Pero ya era tarde. La confesión estaba hecha, y Daniela
había captado algo más profundo que una simple oportunidad. Había
vulnerabilidad en su padre. Hambre. Soledad. Un deseo guardado durante tanto
tiempo que ya no podía ocultarse tras excusas o vergüenzas.
—¿O sea que esta cosa… no tiene dueña? —preguntó ella, dando
otro paso, tan cerca que el vapor del baño parecía envolverlos a los dos como
un velo íntimo. Entonces, con una sonrisa traviesa, inclinó la cabeza, y apoyó
su mentón suavemente sobre la punta del pene de Jorge. Él contuvo la
respiración.
—¿Eso quiere decir… que puedo usarlo yo?
Sus palabras eran un susurro cargado de intención. Estaba
entregada al momento. Su respiración rozaba la piel sensible de su miembro, que
palpitaba ante el contacto. Y en sus ojos no había rastro de juego: solo deseo
crudo, insaciable.
Jorge la miró desde arriba, con el corazón golpeándole en el
pecho, la garganta seca, y el cuerpo paralizado por el impulso y la culpa, por
el fuego y el juicio. Pero sus caderas no se movían para alejarse. Al
contrario… apenas temblaban hacia adelante. Y Daniela… no pensaba detenerse.
Sus dedos, cálidos y curiosos, envolvieron con delicadeza
aquella erección palpitante. La sostuvo con ambas manos, como si temiera que
una sola no bastara, y con una risa suave y asombrada, deslizó el dorso de su
antebrazo a un costado, comparando la longitud con una mezcla de juego y
asombro.
—Oh por Dios… —susurró, mirándolo desde abajo—. Esto es del
tamaño de mi antebrazo…
La confesión le salió entre risas y jadeos, una mezcla de
incredulidad y fascinación. Jorge tragó saliva, luchando por contener el
temblor en sus piernas. No sabía si debía moverse o quedarse quieto, pero algo
en esa mirada de Daniela le decía que la decisión ya no era suya.
Ella alzó la vista de nuevo, con las mejillas encendidas y
los labios entreabiertos, y luego bajó la mirada otra vez, como si ese miembro
desnudo y firme fuese una obra de arte que necesitaba observar más a fondo. Su
respiración se aceleró y la de él también.
El silencio entre ambos estaba cargado, eléctrico. Y todo
indicaba que lo peor que podrían hacer en ese momento… era detenerse.
—Bueno… ya lo medí demasiado —murmuró ella, agachada entre
sus piernas, con una sonrisa ladeada—. Está oscuro… me pregunto si sabrá a
chocolate.
El aire olía a deseo contenido. Jorge respiraba con
dificultad, casi desnudo desde la cintura, con la piel erizada de anticipación.
Ella se inclinó hacia adelante con una lentitud calculada, dejando que su
aliento cálido acariciara la base de su miembro antes de rozarlo con la punta
de la lengua.
No lo tomó de inmediato. Primero lo rodeó con sus labios sin
tragarlo, explorándolo con la boca abierta, húmeda, como si degustara un dulce
que no conocía. Su lengua dibujó círculos suaves y repetidos, presionando
apenas, provocando escalofríos que le subían por la espalda a Jorge.
Entonces lo llevó más dentro, solo un poco, dejando que el
glande se perdiera en la calidez de su boca. La presión era perfecta, ni
demasiado intensa ni demasiado débil. Succionaba con ritmo suave, pausado, casi
meditativo. La lengua danzaba en movimientos precisos mientras sus labios se
deslizaban con firmeza.
Poco a poco, un tenue sabor salado comenzó a filtrarse. Ella
lo sintió y no se apartó, al contrario, intensificó el ritmo con una curiosidad
genuina, como quien prueba algo por primera vez y lo disfruta más de lo
esperado.
Jorge estaba extasiado. Cada movimiento era una descarga
eléctrica que se acumulaba en su abdomen bajo, una tensión placentera que no
recordaba haber sentido en años. Su mano temblorosa fue a acariciar el cabello
de su hija, como si necesitara asegurarse de que aquello no era un sueño.
Entonces ella se detuvo. Mantuvo el falo dentro de su boca
un segundo más, saboreando la gota espesa de líquido preseminal que acababa de
brotar. Luego se apartó con lentitud, dejando un hilo brillante entre sus
labios y su miembro húmedo. Lo miró con ojos brillantes y dijo en voz baja,
juguetona:
—No sabe a chocolate… pero tampoco sabe mal. Es más… sabe
mejor que el de mi exnovio. Sabe a miel. A miel caliente.
Su lengua se asomó otra vez, recogiendo el líquido
preseminal que quedaba en la comisura de sus labios.
—Creo que quiero probar más —añadió con una sonrisa
traviesa, volviendo a inclinarse sobre él, esta vez sin pausas.
Ella, arrodillada frente a él en el baño de la planta alta,
tomó su falo con ambas manos y, sin previo aviso, lo metió de lleno en su boca.
Comenzó a succionarlo con fuerza, con una velocidad casi salvaje, moviendo la
cabeza de forma frenética, arriba y abajo, de un lado a otro, sin descanso. El
sonido húmedo y repetitivo llenaba el pequeño espacio, amplificando el momento
con una crudeza irresistible.
Sus labios se deslizaban velozmente por el miembro negro
palpitante, marcando un ritmo desesperado, casi animal. Su garganta lo recibía
una y otra vez, sin pausa, mientras su saliva lo cubría por completo,
haciéndolo brillar bajo la tenue luz del baño.
Con una mano le sujetaba con firmeza la base, intensificando
cada embestida bucal, y con la otra acariciaba y apretaba sus testículos,
sincronizando el tacto con la intensidad de la succión. Él apenas podía
mantenerse en pie, sujetándose del lavabo, jadeando, mientras el placer lo
atravesaba con una fuerza brutal.
Ella no se detenía. No le daba tregua. Cada movimiento era
más rápido que el anterior, más hambriento, como si estuviera devorando su
esencia, dispuesta a exprimir hasta la última gota de su control.
Jorge, quien no había tenido intimidad con su esposa en
mucho tiempo, ahora estaba recibiendo una felación brutal, casi salvaje, por
parte de su hija, Daniela. De pie, la observaba desde arriba, con el pecho
agitado y la mente nublada por la lujuria. El calor del baño, el eco de los
gemidos ahogados y el sonido húmedo de su boca envolviéndolo, lo hacían perder
la noción del mundo.
La saliva de Daniela comenzaba a mezclarse con el líquido
preseminal, resbalando por su miembro en hilos brillantes que caían sobre su
mano y el suelo. Jorge ya no pensaba en su esposa, Marina. Ya no importaban los
años de matrimonio, ni la fidelidad, ni el tabú que se estaba cometiendo. En
ese instante, solo existía Daniela, su hija, adueñándose, aceptando su
monstruosa polla a través de su boca.
Los movimientos de Daniela eran tan rápidos y desesperados
que su cuerpo entero se sacudía con cada embestida bucal. Su enorme culo se
movía hacia adelante y hacia atrás, siguiendo el ritmo frenético, mientras sus
tetas, generosas, rebotaban descontroladas con cada sacudida de su torso. La
escena era tan intensa, tan cargada de deseo crudo, que Jorge sintió cómo algo
dentro de él se rompía… y al mismo tiempo, se liberaba. Había sucumbido. Ya no
había retorno.
Jorge se quitó su camiseta de tirantes blanca, empapada de
sudor, y por un instante detuvo a Daniela. No fue un gesto para frenar el acto,
sino para bajarse por completo los bóxers y liberar su cuerpo del todo. Luego
se sentó en el inodoro, sin decir una sola palabra.
Daniela lo miró, jadeante, comprendiendo de inmediato. Entre
ellos no hacían falta explicaciones. La urgencia, el deseo reprimido, la
necesidad de ambos… todo era tan evidente que las palabras sobraban. El lazo de
padre e hija no importaba. Sabían lo que estaban por hacer. Lo que debían
hacer.
Sin decir nada, Daniela volvió a inclinarse hacia él y tomó
su falo entre los labios. El contraste era hipnótico: la piel morena y firme de
su miembro resaltaba con fuerza frente a la tez blanca y suave de ella, como
una escena sacada de un sueño prohibido.
Esta vez, Daniela se centró solo en la punta, acariciándola
con la lengua con movimientos precisos, envolviéndola con sus labios en un
vaivén lento pero constante. Su boca trabajaba con devoción, jugando con cada
pulsación, con cada espasmo leve que delataba el placer de Jorge. El ritmo ya
no era frenético, sino controlado, calculado. Cada succión era una provocación.
Cada roce, una promesa.
Jorge, sentado, con los músculos tensos, no apartaba la
vista de ella. La visión de su hija entregada, con su boca ocupada en él y los
ojos cerrados en concentración, lo llevaba al borde de la locura.
Ella sintió la tensión creciente en el falo de su padre.
Estaba al límite. Si iban a hacer algo prohibido, debía ser ahora. No había
espacio para dudas ni para remordimientos.
Se incorporó lentamente, dejando escapar un leve gemido, y
luego se dio la vuelta frente a él. Su culo, enorme, amplio y carnoso, parecía
esculpido para vaciar el semen de las bolas de cualquiera. La piel blanca y
tersa brillaba bajo la luz tenue del baño. Con ambas manos, acarició sus nalgas
y luego las separó con deliberada provocación, exponiendo su coño y ano por
completo ante él.
—¿Estás listo papi? —susurró sin mirar atrás, con la voz
entrecortada por la excitación.
Jorge no respondió. No necesitaba hacerlo. Su pene reaccionó
por sí solo, moviéndose de forma espasmódica, palpitando con fuerza. El deseo
hablaba más fuerte que cualquier palabra.
Ella se acercó, bajando lentamente, y comenzó a frotar la
entrada de su coño contra la punta del pene, moviendo su trasero en círculos
suaves sobre él. Jugaba, lo provocaba, deslizándolo apenas, sintiendo cómo la
piel sensible de él temblaba al contacto con su humedad. Era un juego
peligroso, delicioso, y ambos estaban demasiado perdidos como para detenerse.
Ella se detuvo un instante, alineando con precisión la punta
del falo de Jorge con su coño húmedo y palpitante. Luego comenzó a dejarlo
entrar, poco a poco, centímetro a centímetro, deteniéndose en la punta mientras
su cuerpo se adaptaba. Con movimientos circulares de caderas, frotó su trasero
contra él, provocándolo aún más, alargando el momento con un dominio
inesperado.
Después, siguió descendiendo lentamente, sintiendo cómo
aquel miembro enorme, el más grande que había visto o sentido, se abría paso en
su interior. En el fondo, una chispa de temor vibraba en su pecho, pero era
rápidamente devorada por la excitación que la recorría de pies a cabeza. Y
entonces, sin previo aviso, lo tomó por completo.
Una oleada eléctrica recorrió su cuerpo, haciéndola arquear
la espalda y soltar un grito que resonó en las paredes del pequeño baño, sin
que le importara si alguien escuchaba. La sensación la tomó por completo, como
si miles de chispas ardientes explotaran bajo su piel, subiendo desde su
vientre hasta erizarle la nuca.
A sus escasos diecinueve años, jamás había experimentado
algo tan brutal y arrebatador: la invasión total del pene de su padre, el
sentir cada fibra de su interior siendo reclamado por su engendrador; la
plenitud absoluta, como si estuviera hecha para ese momento e irónicamente para
ese hombre; y el fuego abrasador que la consumía desde dentro, obligándola a
aferrarse con fuerza al soporte del inodoro para no perder el equilibrio.
Su respiración era un jadeo desesperado, un intento inútil
por atrapar el aire que se le escapaba a cada embestida. Sus piernas temblaban
sin control, incapaces de sostener la intensidad, mientras su mente se rendía
por completo al torbellino de placer y vértigo que la arrastraba sin piedad.
—¡¡¡OOOOOH MIERDA!!! —exclamó con una mezcla de asombro,
placer y delirio, mientras su cuerpo temblaba sobre el de él.
El grito de Daniela fue corto pero potente, y Jorge
reaccionó de inmediato. Con una mano firme presionó sus labios para callarla,
mientras que con la otra tomó su mano libre, entrelazándola con fuerza. Ella,
aún encima de él, sintió cómo el aire se volvía denso, cargado de deseo y
urgencia contenida.
Las embestidas comenzaron entonces, rápidas y brutales, como
una respuesta salvaje e inevitable a la felación frenética que ella le había
entregado. Cada movimiento de Jorge era una descarga de energía desbordada, una
ola imparable que parecía romper contra las paredes estrechas del baño. El
sonido seco y rítmico de su culo contra la pelvis de Jorge—un PLAC contundente—
retumbaba en el espacio pequeño, marcando el pulso acelerado de una pasión que
se consumía sin freno.
Ella sentía cada embestida recorrer su cuerpo, un vaivén
violento y apasionado que la hacía temblar de pies a cabeza. El calor que
emanaba de ellos llenaba el aire, cargándolo con una electricidad casi
palpable. La intensidad era tal que el mundo exterior desaparecía, reduciéndose
todo a ese instante, a ese choque de cuerpos, al roce frenético de culo a
pelvis, de padre a hija.
Los jadeos contenidos de Daniela escapaban entrecortados,
luchando por no romper el silencio impuesto, mientras sus senos se agitaban y
rebotaban al compás de las salvajes embestidas. Jorge, con cada movimiento,
parecía reclamar no solo la existencia de su hija sino también su culo,
fundiendo los dos en un ardor irrefrenable que desafiaba cualquier límite.
Los gemidos ahogados de Daniela luchaban por salir,
atrapados bajo la mano firme de Jorge, pero aún así escapaban en suaves
susurros que se filtraban hasta el pasillo, anunciando la tormenta íntima que
se desataba en ese pequeño espacio.
Un enorme culo de piel blanca se entregaba sin reservas a la
potencia bruta de una descomunal verga de piel oscura, en un baile salvaje de
contrastes, deseo e incesto. Ella sentía cómo su coño se expandía para recibir
a su creador, cómo cada embestida la llenaba de una mezcla de dolor y placer al
pensar que el mismo semen de donde provino se le estaba siendo inyectado en su
coño, lo que la hacía perder el control.
Era un instante fugaz, pero eterno, una entrega total donde
cada movimiento, cada roce, cada sonido, se grababa en su piel y en su alma.
En un instante de sudor y respiraciones entrecortadas, Jorge
soltó la mano que la sujetaba, y el torso de Daniela se inclinó hacia adelante,
como buscando aire y un nuevo ritmo. Fue ella quien, con una mezcla de
determinación y deseo, recuperó el control. Sin romper la conexión entre su
coño y el pene de su padre, comenzó a montarlo, hundiendo su sexo en el falo de
Jorge mientras mantenía el torso inclinado hacia adelante, una postura que
aumentaba la tensión entre ambos, haciendo que cada movimiento fuera una
descarga de electricidad pura.
Desde esa posición, Jorge pudo admirar en todo su esplendor
el culo enorme de su joven hija. “Lo tiene igual de grande que el culo de mi
madre”, pensaba él. Sus nalgas, generosas y carnosas, se movían con una
sensualidad casi hipnótica. La piel blanca brillaba bajo la luz tenue, tersa y
suave, mientras que el vaivén de su cuerpo creaba un baile de sombras y curvas
que lo dejaba sin aliento. Era la primera vez que las veía desnudas y
completamente entregadas, y no podía creer que antes de siquiera haber fantaseado
con ellas, ya las estaba cabalgando.
Sus manos, de piel morena y callosa, se deslizaron con ansia
sobre esas montañas de carne, explorándolas con firmeza, amasándolas, sintiendo
cada centímetro bajo sus dedos. Con un movimiento lento y reverente, las separó
de par en par, revelando un territorio prohibido y delicado, un secreto oculto
que pocos tenían el privilegio de conocer y que, irónicamente, ni siquiera él
había descubierto en su propia esposa.
Allí, entre dos inmensas montañas blancas, se encontraba ese
pequeño asterisco de carne, rosado y tierno, un portal íntimo que palpitaba con
cada respiración entrecortada de Daniela, su ano. Jorge sintió una mezcla
electrizante de fascinación y deseo ardiente; era un territorio virgen, un
misterio prohibido, un secreto que hasta entonces había estado vedado,
reservado solo para él, puesto que él era el creador del cuerpo de Daniela.
Con una suavidad calculada, separó sus montañas de carne,
rompiendo momentáneamente la conexión plena que los unía, un hilo de líquido
preseminal y néctar de Daniela los siguió uniendo momentáneamente. Sin apartar
la mirada, la guió para que apoyara sus rodillas sobre el inodoro frío,
mientras sus manos se aferraban firmemente al soporte trasero del mismo,
exponiendo su culo por completo, en “cuatro” lista para más.
Jorge, su padre, explorador en un territorio hasta entonces
desconocido, humedeció su dedo pulgar con saliva, la mezcla cálida y
resbaladiza que sellaba el contacto, y lo deslizó con delicadeza hacia ese
pequeño asterisco rosado. El contacto fue inmediato: Daniela arqueó la espalda,
una oleada de sensaciones recorriendo su cuerpo, y mordió sus labios,
intentando contener un gemido que amenazaba con escaparse.
—Espera, papi, ese lugar no... —intentó advertir, pero la
frase quedó suspendida en el aire, ahogada por la intensidad del momento.
Sin darle tiempo para reaccionar, Jorge comenzó a introducir
su enorme pene lentamente en su ano, centímetro a centímetro, devolviendo la
jugada anterior de Daniela con una mezcla de provocación y ternura. La
penetración era medida, exploratoria, como un reconocimiento del terreno que el
deseaba conquistar.
—Esto es por lo de antes —dijo con voz ronca, mientras su
mano derecha le daba una sonora nalgada, el golpe resonando con fuerza en el
pequeño espacio.
—Mmm… maldición —murmuró Daniela, con una mezcla de placer,
sumisión y desafío en su voz, entregándose a esa nueva experiencia con la
adrenalina vibrando en cada fibra de su culo.
El baño se llenó de un silencio denso y cargado, roto
únicamente por sus respiraciones entrecortadas y el palpitar frenético del ano
de Daniela, marcando un tempo íntimo y eléctrico. Cada pequeño bombeo anal
parecía absorber el aire con más necesidad, cada exhalación expulsaba una
mezcla de deseo y tensión contenida.
Jorge comenzó despacio, como un explorador cuidadoso que
desea conocer cada rincón de un territorio nuevo. Movía su cuerpo con lentitud,
expandiendo suavemente aquel espacio tierno y sensible que hasta hace poco era
un misterio para ambos. Daniela se arqueaba bajo él, ajustándose a cada
movimiento, dejando que su cuerpo respondiera a ese tacto novedoso y profundo.
Poco a poco, la intensidad creció. El ritmo se hizo más
firme, más decidido. Sus caderas comenzaron a moverse con mayor rapidez,
buscando sincronizarse en un baile de placer y dominio. La penetración se
volvió más profunda, más segura, hasta que finalmente Jorge logró expandir lo
suficiente ese lugar íntimo para poder ejecutar embestidas más duras y
pausadas.
Cada golpe resonaba con fuerza en el baño, un sonido sordo y
contundente que se mezclaba con los gemidos y suspiros entrecortados que
escapaban de sus labios húmedos. Era un ritmo frenético y primal, un latido
anal compartido que atravesaba la piel y llegaba hasta lo más profundo de sus
huesos. En ese pequeño espacio, reducido a la esencia de su encuentro, se
libraba una batalla silenciosa pero intensa: un intercambio de poder y entrega
en perfecta igualdad.
Él sentía cómo la expansión de ese lugar prohibido se
completaba en cada embestida, el culo de su hija había sido conquistado,
mientras una oleada eléctrica de placer y lujuria le advertía que estaba a
punto de vaciar sus testículos. Mientras tanto, en la mente de Daniela, aunque
sabía que estaba satisfecha, comenzaba a crecer algo más profundo y
conflictivo: un tenue remordimiento, una sombra inquietante que llevaba el
nombre de Marina, su madre.
De repente, el vaivén se volvió frenético, la enculada se
volvió salvaje. Su padre estaba listo para terminar. Daniela, aún montada sobre
el inodoro y sujetando el soporte con ambas manos, apenas podía soportar la
intensidad de sus embestidas en su hasta entonces virgen ano, sus músculos
anales estaban en su límite.
Entonces, un golpe inesperado rompió el “casi-incesto”.
Alguien tocó la puerta con insistencia.
—Jorge, ¿aún no acabas? Necesito usar el baño.
Era Marina, la esposa de Jorge y madre de Daniela.
En el clímax marcado por la inevitabilidad del destino,
Jorge finalmente vació sus bolas llenas de semen en ese lugar prohibido, el
culo de su propia hija. El incesto estaba completo. Daniela hizo todo lo
posible por contener el estremecimiento que le provocaba la sensación helada
del semen de su padre en su ano.
De repente, una voz familiar volvió a atravesar la puerta
con insistencia:
—¿Jorge, estás ahí?
—Sí, ahí voy, ahora salgo —respondió Jorge, intentando
recuperar la compostura.
Se dispuso a salir, abriendo la puerta solo un poco, con la
intención de despachar a su esposa sin revelar la presencia de Daniela. Pero
actuó demasiado rápido, demasiado torpe. Como al principio, la urgencia volvió
a apoderarse de él. Por un instante olvidó dónde estaba su miembro, que aquel
lugar era un territorio virgen y, sobre todo, que su falo era jodidamente
enorme y aún estaba erecto.
Al intentar retirarlo de golpe, Daniela no pudo contenerse
más.
—¡¡UUUUOOOOOH MI-MIIEEERDAAAA!! —exclamó, un gemido tan
intenso que atravesó la puerta, recorrió toda la casa y penetró directamente en
la cabeza de Marina.
Marina, ni corta ni perezosa, abrió la puerta de golpe.
Allí estaba Daniela, su hija, tambaleándose, a punto de caer
al piso, con sus grandes tetas rozando el frío azulejo y el trasero levantado,
completamente expuesto. Su piel blanca contrastaba con la cálida humedad que
teñía de un rosa profundo su ano, abierto y dilatado más allá de lo que era
normal, como si la pasión y el tabú hubieran dejado una marca visible en su
cuerpo. Los pliegues del asterisco brillaban con un leve resplandor,
humedecidos por el semen de Jorge que todavía chorreaba lentamente, resbalando
por sus carnosas nalgas con una cadencia lenta y provocadora.
La escena era cruda, visceral, un desnudo sin vergüenza que
hablaba de secretos compartidos y límites quebrantados. No había nada oculto,
nada disimulado. Era un mapa íntimo y expuesto, un territorio abierto y
vulnerable que Marina había creado en su vientre y su esposo penetrado, y que
la impactaba hasta el fondo.
—Da-Daniela... —pronunció Marina, la mujer cuyo marido la
engaño con su hija.
