LA TRÍADA - Una madre dividida entre 2


En una elegante zona residencial se alzaba una casa blanca, de fachada impecable y patio trasero espacioso. Dentro, la vida parecía tranquila… hasta llegar a la cocina. Allí, inclinada sobre la mesa mientras pasaba un trapo húmedo, estaba Isabel Rodríguez.

Mujer de 42 años, pero con un cuerpo que desafiaba la edad. Su camisa blanca de manga corta se ceñía al pecho como si estuviera hecha a medida para contener dos tetas exuberantes, copa G, que rebotaban con cada movimiento de su brazo. El escote, apenas disimulado, dejaba entrever la profundidad de sus pechos cada vez que se agachaba un poco más.

Abajo, su short de licra era casi un insulto al pudor. Una prenda diminuta, tensa, que parecía a punto de rendirse contra el peso de unas nalgas descomunales, redondas, apretadas, con esa forma de corazón que hipnotizaba. Cada vez que Isabel se estiraba para alcanzar un rincón, el borde del short se subía más, dejando expuesto un trozo generoso de carne de culo blanco y suave. La visión era tan provocativa que parecía hecha a propósito.

El movimiento de sus caderas, al ritmo de la limpieza, convertía un acto cotidiano en un espectáculo erótico. El short mordía su piel con descaro, y la licra marcaba cada nalga, cada pliegue, cada tentación. Su culote temblaba apenas con el vaivén de la tarea, como si la cocina entera respirara al compás de esas enormes nalgas.

Su cabello castaño ondulado caía en mechones rebeldes sobre los hombros, enmarcando un rostro maquillado con sutileza pero con unos labios rojos encendidos, carnosos, que parecían pedir ser mordidos. Su piel blanca, tersa, brillaba bajo la luz que entraba por la ventana, acentuando la silueta rotunda y generosa de esa mujer que era, sin duda, el más sensual retrato de la palabra gordibuena.

—A veces desearía haber tenido una hija… alguien que me ayudara a limpiar —susurraba Isabel, inclinándose más sobre la mesa de cristal, cada estiramiento haciendo que su diminuto short cediera ante la presión de sus colosales nalgas, dejando al descubierto curvas que parecían desafiar cualquier límite. —Ni siquiera puedo permitirme contratar servidumbre…

Cada movimiento suyo, cada nalga que se acentuaba al inclinarse, convertía la tarea más mundana en un espectáculo pornográfico. Su cabello castaño caía en mechones suaves sobre sus hombros, rozando la piel del cuello, mientras sus labios rojos se entreabrían con cada respiración contenida. El brillo de su piel blanca bajo la luz natural hacía que cada contorno de su cuerpo se viera más irresistible, y el vaivén de su culo al alcanzar un rincón provocaba una erección involuntaria en cualquiera que la observara.

Y Diego, su hijo, la estaba observando. Cruzó silenciosamente la puerta que conectaba la sala con la cocina, con pasos medidos, consciente de cada detalle de la escena. Su cabello castaño estaba perfectamente peinado, la tez bronceada resaltando bajo la luz, y su camisa blanca ajustada delineaba su torso con descaro.  

Al ver a Isabel tan cerca, inclinada frente a él, con ese culo que parecía llamarlo a pecar, una erección se dibujó con fuerza bajo sus pantalones. La tela se tensaba y cada respiración le recordaba lo prohibido y excitante del momento. La familiaridad de su relación de madre e hijo hacía que la tensión fuera aún más palpable: conocía cada curva, cada movimiento e inclusive su interior previo a su nacimiento, aunque él no lo recordara y aun así Isabel lo sorprendía, provocando en él un deseo tan intenso como eléctrico.

Diego se deslizó por detrás de Isabel con movimientos medidos, casi imperceptibles, hasta quedar pegado a su espalda. Ella seguía estirándose sobre la mesa de cristal, cada estiramiento acentuando la redondez perfecta de sus nalgas y la curva de su culo. Su erección llego primero antes que cualquier contacto de sus manos: presionaba firmemente justo en medio de sus enormes glúteos, tensando el diminuto short de licra rosa que apenas contenía su carne generosa.

Isabel se arqueó apenas, un estremecimiento recorriendo todo su cuerpo, y susurró sin voltear:

—Mmm… esa forma… incluso sin tocarlo puedo decir que eres tú, Diego.

El joven de 19 años, delgado pero seguro de sí mismo, dejó escapar una sonrisa traviesa. Su mirada recorría cada curva, cada pliegue de la licra, cada centímetro de su culo expuesto, mientras la presión de su entrepierna contra ella parecía un juego prohibido que ambos disfrutaban.

—Jeje… pareciera que tienes el mismo tacto en las manos que en tu culo mamá —murmuró, con un hilo de voz cargado de deseo, provocando un escalofrío que se extendió por la espalda de Isabel.

Ella sintió cómo el calor de su cuerpo se mezclaba con la presión de su hijo, cómo la licra cedía apenas ante la rigidez que rozaba sus nalgas, y un suspiro más profundo se escapó de sus labios. Cada respiración compartida, cada roce involuntario, hacía que su corazón latiera con fuerza, encendiendo un fuego silencioso que ningún gesto cotidiano había logrado antes. La cocina, el trapo, la mesa de cristal… todo desaparecía, dejando solo la tensión eléctrica entre ellos, un juego de miradas, suspiros y contacto prohibido que prometía infinitas posibilidades de placer.

Diego se mantenía firme detrás de ella, su erección presionando con fuerza contra el centro de sus nalgas, tratando de llegar al botón oculto entre sus enormes montañas de carne, haciendo que el diminuto short de licra rosa de Isabel cediera apenas, marcando cada curva de su culo descomunal. Isabel seguía inclinada sobre la mesa de cristal, cada estiramiento acentuando la redondez perfecta de sus nalgas, que parecían hechas para ser admiradas, deseadas y masturbarse con ellas. La presión de Diego contra su carne provocaba un cosquilleo intenso, un calor que se extendía por todo su cuerpo.

Ella dejó escapar un suspiro, conteniendo la mezcla de sorpresa y excitación, y murmuró con voz juguetona:

—Vaya… parece que tu atención no se pierde en cualquier cosa… está bastante concentrada justo donde más te interesa.

Diego no pudo evitar un jadeo bajo, su respiración acelerándose con cada roce:

—No puedo evitarlo mamá … tan firme, tan redondo… es imposible concentrarse en otra cosa que no sea tu culo.

Isabel arqueó levemente la espalda, haciendo que sus enormes nalgas se redondearan aún más, presionando contra él de manera involuntaria. Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa:

—Mmm… parece que no solo disfrutarías viendo… —susurró—. Pero por ahora, confórmate solo con la vista… y un poquito más.

Él se acercó apenas más, rozando con insistencia la curva inferior de sus nalgas, y murmuró con voz cargada de deseo:

—Jeje… incluso solo con esto… siento que ya no puedo pensar en nada más. Tu culo me vuelve loco mamá. Es increíble pensar cómo este culo pudo haber provocado la erección que me engendro.

Isabel contuvo un leve temblor, disfrutando de la sensación del contacto prohibido, y respondió con tono pícaro:

—Pues si sigues así… creo que vas a necesitar “volver” del lugar de donde viniste para que dejes de pensar en mi culo…

El intercambio de palabras, cargado de doble sentido, sumado a la presión constante de la erección de Diego contra sus enormes nalgas, convirtió aquel momento en un juego de provocación irresistible, donde cada curva de Isabel, cada roce y cada suspiro construían una tensión casi insoportable, prometiendo mucho más sin necesidad de un solo contacto explícito de manos.

Isabel arqueó un poco más la espalda, sintiendo cómo cada presión de Diego se hundía entre sus enormes nalgas, haciendo que su diminuto short de licra rosa se tensara hasta el límite. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y sus manos se apoyaron con más firmeza sobre la mesa de cristal, como si necesitara un ancla ante la excitación que le provocaba ese roce prohibido de madre a hijo.

—Mmm… —susurró con un hilo de voz cargado de picardía—. Parece que te gusta mucho… justo aquí, ¿eh?

Diego dejó escapar un leve jadeo, incapaz de apartar la mirada ni reducir la presión de su erección contra la curva perfecta de sus glúteos.

—No puedo… mierda, es imposible pensar en otra cosa… —su voz salió ronca, casi quebrada por la excitación—. Tienes un culo enorme, redondo, jodidamente perfecto. Cada vez que te estiras se me hace agua la boca… solo quiero hundir mi cara ahí.

Isabel sintió cómo un temblor involuntario recorrió su cuerpo, y sus caderas se movieron casi sin darse cuenta, rozando más contra él. Su respiración se aceleró, y dejó escapar un suspiro húmedo:

—Jeje… cuidado, que si sigues así… podría reaccionar más de lo que una madre puede hacer con su hijo —dijo, su tono juguetón mezclado con un dejo de anticipación.

Él inclinó apenas su cuerpo hacia ella, rozando con insistencia la parte inferior de sus nalgas, disfrutando de cada curva, de cada pliegue que su licra apenas contenía.

—Mmm… —susurró Diego, con la respiración entrecortada—. Solo mirándote así… me enloquezco. Ese culo tan grande, tan firme… tan tuyo… parece hecho para que lo agarre, lo muerda, lo reviente a mi antojo mamá.

Isabel arqueó las caderas nuevamente, provocando que la presión se intensificara, y un pequeño estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. Sus manos se tensaron sobre la mesa mientras murmuraba, casi entre jadeos:

—Si esto es solo… así… no quiero ni imaginar qué pasaría si te acercaras un poquito más.

Diego sonrió contra su nuca, disfrutando de cada reacción, cada temblor, cada suspiro que su madre le regalaba.

Su erección pulsaba con fuerza en el centro de su culo, cada latido intenso haciendo que el diminuto short de licra rosa se tensara aún más, marcando cada surco, cada redondez de su trasero descomunal. La presión rítmica era imposible de ignorar; Isabel sentía cómo el calor se extendía por todo su cuerpo, despertando un deseo que la hacía arquear la espalda inconscientemente.

—Diego… —susurró, con un hilo de voz tembloroso—. Esto me calienta muchísimo, pero…

—Pero qué —preguntó él, jadeando con cada pulso de su erección contra sus nalgas, sintiendo cómo Isabel reaccionaba con cada latido.

—Si vas a hacerlo… recuerda que solo puedes usar “la salida trasera” y… —dijo Isabel, arqueando levemente las caderas, dejando que cada pulso de Diego hiciera temblar su trasero gigante.

—Sí Je-je… tranquila, solo la salida trasera… pero con ganas… —murmuró él, con la voz cargada de deseo.

Cada pulsación de su erección contra su enorme culo era como un golpe rítmico de electricidad; la licra rosa apenas contenía la magnitud de nalgas, haciendo que cada movimiento de Isabel sobre la mesa de cristal se sintiera más sensual, más prohibido. Sus nalgas se redondeaban y se estiraban con cada pulso, y un escalofrío recorría su espalda, haciendo que su respiración se volviera más profunda y entrecortada.

—Si sigues así… —susurró Isabel, con un temblor apenas perceptible—. Voy a perder el control.

Diego respondió con un suave jadeo, disfrutando de cada reacción involuntaria de ella, de cada movimiento de sus caderas que buscaba inconscientemente el contacto de la erección del pene que ella había formado en su vientre hace tantos años. La tensión era casi insoportable: cada pulso, cada roce, cada temblor de Isabel convertía la cocina en un espacio cargado de erotismo absoluto, donde solo existían sus cuerpos y la pulsación insistente que recorría el centro de su culo gigante, haciéndola estremecer y desear más con cada segundo que pasaba.

Finalmente, los dedos de Diego se deslizaron con firmeza bajo el borde del short de licra rosa. El elástico cedió lentamente, como si resistiera abandonar la piel que abrazaba. Poco a poco la tela descendió, dejando escapar la plenitud de sus caderas, y luego la inmensidad de sus nalgas, que quedaron desnudas frente a él. El contraste era perturbador: la superficie fría y casi transparente de la mesa sostenía el peso de su cuerpo inclinado, mientras el calor vivo de su culo parecía arder contra sus manos.

No había tela que ocultara nada: no llevaba ropa interior. Su coño, húmedo y palpitante, brillaba suavemente bajo la luz natural de la cocina, desprendiendo un olor denso, erótico, imposible de ignorar. Él lo observó con una avidez reprimida, con esa hambre salvaje que crecía en su vientre, pero se contuvo. No podía tomar lo que aún no le pertenecía. Esa prohibición, sin embargo, lo encendía aún más, lo hacía sentir como un depredador acorralado frente a su presa.

Su respiración se aceleró cuando posó ambas manos sobre sus nalgas, abriéndolas con fuerza, amasando aquella carne blanda y caliente que se ofrecía como un banquete. Los dedos se hundían en la suavidad, subiendo y bajando, separando y juntando, disfrutando de cada temblor de su piel. La visión de su coño húmedo, apenas oculto entre la sombra de su trasero, era una tentación que lo atormentaba.

Su erección, aprisionada todavía bajo el pantalón, latía dolorosa, exigiendo libertad. Con un movimiento urgente, bajó sus jeans negros y los bóxers hasta las rodillas, dejando que su pene erecto escapara, vibrante y firme, rozando de inmediato la redondez ardiente de su culo. El contacto fue como una chispa: ella arqueó la espalda, un gemido entrecortado escapó de sus labios, y el cristal de la mesa crujió tenuemente bajo la presión de su cuerpo.

Diego se inclinó sobre ella, pegando su pecho a su espalda, su respiración caliente derramándose en la curva de su cuello. Sus caderas empujaron apenas, rozando su coño húmedo con la dureza de su falo, sin penetrar, solo jugando en el límite prohibido de su familiaridad. La provocación arrancó un estremecimiento de su cuerpo inclinado.

—¿Sientes lo que me haces? —murmuró contra su oído, la voz grave y cargada de deseo.

Ella no respondió con palabras. Su única respuesta fue mover ligeramente las caderas hacia atrás, ofreciéndose, apretando con su culo aún más la erección contra sí.

Sus manos, todavía firmes en sus nalgas, la abrieron de nuevo, recorriendo con las yemas el borde de su coño húmedo, acariciando sin entrar, provocándola hasta arrancarle un suspiro más. Mientras tanto, el glande rozaba, húmedo por la ansiedad contenida, deslizándose apenas por la entrada de un placer que por regla moral se le debía ser negado.

Él cerró los ojos un instante, luchando con la urgencia de tomarla de inmediato. El calor de su culo, la humedad de su coño, la sensación de poder absoluto al tener a la mujer que lo trajo al mundo inclinada y abierta frente a él, todo conspiraba contra su autocontrol. La cocina, antes un lugar ordinario, se había transformado en un santuario de carne y deseo, iluminado por la luz natural que hacía brillar cada curva, cada gota, cada temblor.

La erección palpitaba contra ella, firme, húmeda, lista. Y sin embargo, él seguía jugando, rozando, provocando, amasando sus nalgas como si quisiera memorizar cada centímetro antes de romper la barrera que aún los contenía.

Ella estuvo a punto de decir algo, pero un silencio espeso se instaló en la cocina, como si el aire mismo se contuviera. De pronto, un crujido resonó en la casa: una puerta abriéndose en algún lugar cercano. El eco de ese sonido hizo que el momento adquiriera un peligro latente, como si la intimidad entre ambos estuviera a punto de ser descubierta.

Isabel no retrocedió. Al contrario, arqueó la espalda con más descaro, hundiendo el pecho contra el cristal frío de la mesa y levantando su culo en una ofrenda descarada. Su respiración era agitada, entrecortada, cargada de deseo y perversión. Cuando habló, su voz sonó baja, ronca, con un filo cruel que buscaba herir y excitar al mismo tiempo:

—Tu padre también necesita vaciar sus testículos por la mañana… así que apúrate a tomar mi ano. —Pausó apenas para mirarlo por encima del hombro, con una chispa de burla y lujuria en sus ojos—. Mi coño le pertenece a Alejandro… a mi esposo.

Las palabras se clavaron en Diego como un hierro ardiente. Ese recordatorio lo hizo temblar: Isabel le estaba entregando su culo, pero no todo. La entrada húmeda y palpitante, el lugar natural de todo deseo masculino, estaba marcada, poseída, reservada para Alejandro, su padre. Esa prohibición no apagaba el deseo de Diego; lo multiplicaba, lo volvía salvaje. El hecho de que su madre, desnuda y abierta, le negara lo más evidente para darle algo más prohibido, lo empujaba al borde de la locura.

Ella lo sabía. Por eso, con una lentitud calculada, llevó ambas manos hacia atrás y separó sus nalgas. El gesto fue explícito, vulgar, cruelmente erótico. Los dedos se hundieron en su propia carne, abriendo para él un pasaje estrecho, tenso, que lo reclamaba sin palabras. El cristal de la mesa se empañaba con el calor de su piel y el roce de su respiración, mientras la luz natural de la cocina resaltaba cada curva, cada sombra de su cuerpo inclinado.

Diego contuvo el aire en los pulmones. Sus ojos estaban fijos en la visión que Isabel le ofrecía: la humedad de su coño brillaba tentadora, pero quedaba fuera de su alcance. Lo que sí era suyo era aquel otro lugar, apretado y ardiente, que ahora ella exponía con descaro. Su erección palpitó con fuerza, liberada ya de la prisión de sus pantalones, rozando apenas la piel caliente de sus nalgas.

Isabel lo sintió, y un estremecimiento recorrió su espalda. La mesa crujió bajo el peso de su cuerpo cuando arqueó aún más la cadera hacia atrás, como si le exigiera a su hijo que reclamara el cuerpo que le dio la vida. La provocación era demasiado.

Él llevó una mano a su trasero, acariciando, amasando, separando, mientras con la otra guiaba su miembro erecto hacia la rendija prohibida. El glande, húmedo y vibrante, rozó la entrada con un movimiento lento, apenas tanteando, como si quisiera memorizar la tensión del momento antes de avanzar. Isabel apretó los dientes, un gemido ahogado escapó de su garganta.

—Ahhh… Diego… hijo… no me hagas esperar…

El roce era insuficiente, pero incendiaba el aire. La escena estaba cargada de ese peligro prohibido: la sensación de que Alejandro podía aparecer en cualquier instante, la certeza de que ese cuerpo pertenecía a otro hombre y aun así se abría para Diego. Esa mezcla de riesgo, culpa y lujuria hacía que cada respiración fuera más rápida, que cada latido sonara como un trueno en sus sienes.

Diego apretó las nalgas de Isabel con más fuerza, inclinándose sobre ella. Su pecho rozó su espalda, y su boca quedó junto a su oído, murmurando entre jadeos:

—Eres mía aquí… aunque lo otro sea de papá.

Isabel sonrió apenas, ladeando el rostro sin apartar la vista del reflejo borroso que el cristal le devolvía.

Diego comenzó a introducir el glande con lentitud, presionando contra aquella entrada tensa y ardiente. No era la primera vez que lo hacía; desde hacía un par de meses, ese lugar le pertenecía. Lo había reclamado tantas veces que ya no era territorio extraño: lo había moldeado con paciencia, a la forma y grosor de su falo, hasta que cada vez que volvía a entrar parecía que el cuerpo de Isabel lo reconocía de inmediato.

El anillo apretado de su ano cedió poco a poco, resistiéndose apenas antes de abrirse para él. El glande, húmedo y palpitante, desapareció entre sus nalgas, arrancándole a Isabel un gemido áspero, mitad dolor, mitad placer. La sensación era abrumadora: el calor interno, la presión que lo rodeaba con fuerza, como un puño ardiente que lo abrazaba por completo, lo hacía soltar un gruñido contenido en su garganta.

Isabel apretó la mesa con ambas manos, sus uñas raspando el vidrio, y arqueó la espalda aún más. Su respiración se volvió frenética, y la confesión escapó entre jadeos:

—Aaahhh… es tuyo, Diego… ya sabes que ahí solo entras tú…

Cada palabra la hacía temblar, no solo por el placer que la invadía, sino por la conciencia de lo que decía: mientras su coño le pertenecía a Alejandro, su esposo, ese otro lugar era propiedad de Diego, su hijo,  moldeado, reclamado, usado hasta volverse suyo.

Él empujó un poco más, sintiendo cómo su falo desaparecía lentamente en aquel túnel estrecho y ardiente. La carne lo envolvía con una presión deliciosa, reconociendo cada centímetro, como si se cerrara únicamente para él. El sonido húmedo, el crujido leve del cristal bajo su cuerpo y los jadeos de Isabel llenaban la cocina, transformando lo cotidiano en un altar de deseo prohibido.

Diego ya no se contuvo. Con un gruñido animal empujó hasta el fondo, enterrándose por completo en Isabel. Su pelvis chocó contra las nalgas redondeadas con un golpe húmedo y brutal. El sonido llenó la cocina como un eco indecente: PLAC… PLAC… PLAC…, carne contra carne, hijo contra madre, cada vez más fuerte, cada vez más rápido.

El ano de Isabel lo apretaba con una fuerza sofocante, cerrándose en torno a su falo como un anillo ardiente que parecía hecho solo para él. La presión era insoportable y deliciosa; cada centímetro dentro de ella lo envolvía en una calidez húmeda y palpitante que lo hacía temblar. Diego sentía cómo su cuerpo reconocía el suyo, como si ese lugar supiera que él había sido uno con su madre antes de su nacimiento o moldeado, preparado para encajarlo hasta el fondo sin rechistar.

Isabel se aferraba al borde de la mesa con ambas manos, sus nudillos blancos por la fuerza de su agarre. Sus uñas raspaban el cristal, dejando chirridos agudos que se mezclaban con el golpeteo de los cuerpos. Su rostro estaba ladeado, pegado contra el vidrio empañado por su propio aliento, sus labios abiertos en gemidos desgarrados.

—¡Aahhh, Diego… sí, más profundo… rompe mi culo…! —gritaba sin importarle nada más, con la voz quebrada por el placer.

Diego la sujetaba con fuerza, sus dedos clavados en las caderas de Isabel como garras que no la dejaban escapar. La movía contra él con embestidas cada vez más feroces, marcando un ritmo implacable que hacía vibrar toda la mesa. El PLAC, PLAC, PLAC se intensificaba, húmedo y sonoro, acompañado por el jadeo ronco de Diego y los gritos desbordados de Isabel.

Su trasero rebotaba contra su pelvis con cada embate, temblando, sacudiéndose bajo la violencia de la penetración. El cristal parecía a punto de ceder bajo el peso y la fuerza de aquel acto. El sudor resbalaba por la frente de Diego, cayendo sobre la piel de Isabel, que brillaba bajo la luz natural de la cocina.

El olor era intenso, una mezcla de sexo, sudor y humedad que lo impregnaba todo. Diego bajó una mano hasta la nalga de Isabel, separándola aún más para ver cómo su falo entraba y salía con brutalidad, húmedo, palpitante, desapareciendo en su interior con un chasquido húmedo cada vez más obsceno.

—Mírame, mamá —gruñó Diego contra su oído, inclinándose sobre ella.

Ella abrió los ojos entre lágrimas de placer y rabia, girando apenas la cabeza para encontrarse con él en el reflejo del cristal.

—¡Aahhh… solo tú aquí… aquí eres mi dueño…!

El ritmo se volvió salvaje, casi inhumano. Cada embestida era un golpe seco que la hacía gritar, que arrancaba sonidos desgarrados de su garganta: ¡PLAC! ¡PLAC! ¡PLAC!. El eco reverberaba contra las paredes de la cocina, llenando la casa con un concierto de carne y lujuria.

Isabel ya no gemía suave ni se contenía. Ahora gritaba, jadeaba, dejando escapar chillidos rotos, mezclados con súplicas obscenas. El placer la había tomado por completo, borrando cualquier recuerdo de Alejandro, salvo el prohibido contraste que hacía aún más sucio y excitante aquel acto. Diego la poseía con furia, como si quisiera dejar su marca en cada rincón de su cuerpo, como si cada golpe fuera un recordatorio de que ese lugar era suyo y de nadie más.

En un momento, Diego la rodeó con ambas manos y la puso recta, aún conectado a ella, sintiendo cómo su falo no perdía ni un segundo la presión dentro de su ano palpitante. Isabel arqueó la espalda de manera instintiva, dejando que su cuerpo encajara perfecto contra el de él. Con un movimiento rápido, él subió su camisa blanca de manga corta hasta la altura de sus enormes senos copa G, que se balancearon pesados y calientes en el aire. El sostén morado, de encaje delicado, apenas contenía esa abundancia. Diego, con un gruñido bajo, corrió la tela hacia abajo, empujándola hasta más allá de su abdomen y dejándola atrapada a la altura de sus caderas.

Los pechos de Isabel quedaron expuestos en toda su gloria: grandes, redondos, con un movimiento casi hipnótico cada vez que Diego embestía desde atrás. Sus pezones, rígidos y rosáceos, se erguían como un desafío que pedía ser mordido y chupado sin compasión. Diego no se resistió; mientras continuaba con las embestidas anales, inclinó el rostro para rozar con su aliento caliente la curva del cuello de ella, bajando después hasta atrapar uno de esos pezones entre sus labios.

—Mierda, mamá … —murmuró con voz ronca mientras chupaba con avidez, mordisqueando suavemente la punta erecta—. Tienes las tetas más deliciosas que he visto en mi vida.

—Mis tetas… agh… ya las habías probado… solo que no lo recuerdas… oh, carajo… —jadeó, arqueando el cuerpo, como si cada palabra fuera un gemido más, puro deseo.

Ella soltó un gemido grave, mezcla de dolor y placer, al sentir cómo sus tetas eran estrujadas entre las manos de su hijo, sus dedos hundiéndose en la carne blanda pero firme, amasando sin piedad. Cada embestida se volvía más profunda, más húmeda, el sonido del choque de su pelvis contra las nalgas de su madre  resonando en la cocina con un ritmo obsceno, como un tambor que marcaba el compás de su sometimiento.

Los pezones de Isabel se endurecieron aún más bajo la succión insistente, y su respiración se tornó entrecortada. La combinación del dolor punzante en su ano, el calor que se expandía en su vientre y la excitación que le provocaba tener a su hijo devorando sus senos la hicieron soltar un jadeo quebrado, casi como un lamento.

—¡Ahhh, Diego…! —gimió con un tono ahogado, mordiéndose el labio inferior mientras sus ojos se cerraban.

Diego, sintiendo el temblor que recorría su cuerpo, intensificó el vaivén, clavando las manos en sus tetas mientras sus caderas golpeaban con fuerza brutal contra esas nalgas enormes, haciéndolas rebotar y vibrar con cada choque. La mesa de cristal crujía bajo ellos, pero ninguno de los dos se detuvo: el deseo carnal y prohibido los había atrapado por completo.

De nuevo, de fondo, se oyó un crujido. Esta vez no era una puerta, sino pasos firmes que resonaban desde la planta alta y descendían lentamente por las escaleras. El ritmo se volvió más intenso, más cercano, hasta que finalmente una figura apareció en el umbral de la cocina. La puerta se abrió con un chirrido que quebró el aire cargado de jadeos y gemidos.

Era Alejandro, el padre de Diego y esposo de Isabel. Sus ojos se clavaron de inmediato en la escena: su mujer inclinada sobre la mesa de cristal, la camisa subida hasta el pecho, los senos enormes y palpitantes al aire, y Diego, su hijo, hundido en ella sin piedad, sus pelvis chocando contra las nalgas de Isabel con un sonido húmedo y carnal que llenaba la cocina.

Diego sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía exactamente lo que se avecinaba, y por eso apretó el ritmo, embistiéndola con más fuerza, apurándose a terminar el trabajo. No solo por la urgencia del momento, sino porque comprendía que lo que seguía no le pertenecía a él. Había otro turno, otro dueño en esa dinámica retorcida.

Alejandro avanzó despacio, con una calma que contrastaba con el frenesí de la penetración. Sus labios se curvaron apenas en una mueca de satisfacción oscura.

—Si esto no fuera una relación de tres… —su voz grave y pausada rompió el silencio que los pasos habían dejado atrás— ya los hubieran descubierto. Tus gemidos se escuchan hasta arriba, Isabel.

La mujer cerró los ojos con fuerza, como si el reproche cargado de dominio le produjera más placer que vergüenza. El cuerpo de Isabel temblaba entre las embestidas de Diego y la mirada penetrante de su marido, atrapada en medio de un juego que ella misma había permitido hace unos meses.

—Ya casi acabo… déjame terminar, papá —bufó Diego entre jadeos, apretando las caderas de Isabel con desesperación.

—Más vale que te des prisa —respondió Alejandro con voz grave, desabrochándose el saco del traje con calma—. Necesito desahogarme antes de ir a trabajar.

—Ahh… ya casi… ya casi acabamos —gimió Isabel, empapada en sudor. Su cabello pegado a la frente y el rastro húmedo que descendía por su espalda la hacían ver como una presa dispuesta a todo. Su rostro, una mezcla de placer y descontrol, se arqueaba cada vez que el cuerpo de Diego se estrellaba contra el suyo.

Alejandro, sin perder la compostura, arrastró una silla de madera y la colocó frente a la mesa donde su mujer era tomada sin descanso. Se sentó con solemnidad, cruzó una pierna sobre la otra y acomodó la corbata roja que caía sobre su pecho. Tenía 45 años, el cabello negro perfectamente recortado y una mirada penetrante, casi calculadora, como si evaluara cada movimiento que ocurría frente a él. Su tez morena resaltaba contra la camisa blanca y el fino saco oscuro.

Una vez acomodado, entrelazó los dedos sobre su rodilla y continuó observando sin pestañear, como un juez en su propio tribunal.

—Más vale que no uses mi lugar, hijo —soltó Alejandro con un dejo de amenaza en la voz.

Diego gruñó, sin dejar de embestir.

—¿No ves que solo estoy usando su ano? —replicó con tono molesto, girando apenas el rostro para fulminar a Alejandro con la mirada—. Si quieres, puedes irte.

Alejandro arqueó una ceja y sonrió con sorna, inclinándose apenas hacia adelante en la silla.

—Esa mujer es mía —dijo despacio, cada palabra cargada de propiedad—. La he puesto en posiciones que ni tú tienes la creatividad de conocer.

Las piernas de Isabel temblaron ante la afirmación de su marido; un gemido ahogado se escapó de sus labios, como si las palabras le arrancaran un placer distinto, más profundo que el contacto físico mismo. Diego, por un instante, dudó si acelerar o detenerse… pero el calor del cuerpo de Isabel y la presencia dominante de Alejandro lo incitaban a seguir hasta el final.

Diego embestía con fuerza contra el ano de Isabel, haciendo que sus enormes nalgas rebotaran con cada golpe húmedo y sonoro. La tenía inclinada sobre la mesa de cristal, que crujía ligeramente bajo el vaivén de sus cuerpos. Los shorts de licra rosa habían quedado enrollados a media pierna y la camisa blanca estaba subida hasta el cuello, revelando el peso obsceno de sus pechos copa G, que se agitaban desbocados con cada embate. Sus pezones, duros y sensibles, se retorcían entre los dedos crueles del muchacho, arrancándole gemidos cargados de lujuria.

Alejandro, con su traje de negocios aún perfectamente acomodado y la corbata ajustada al cuello, permanecía sentado en la silla con las piernas cruzadas. Sus ojos no parpadeaban, fijos en la escena, observando cómo su mujer se rendía al cuerpo joven y vigoroso de su hijo de diecinueve años. El sudor resbalaba por la frente de Diego, que no dejaba de jadear, dominando el ritmo con una energía implacable. A cada embestida, miraba de reojo al marido, como si cada golpe fuera una provocación, una declaración de poder.

Isabel gemía con la boca entreabierta, los labios húmedos y la respiración entrecortada. La mesa vibraba bajo su cuerpo, sus manos buscaban un punto de apoyo mientras su rostro enrojecido delataba el descontrol absoluto que la recorría. Su culo, amplio y carnoso, chocaba sin descanso contra el vientre del joven, produciendo un eco húmedo que llenaba la habitación.

Alejandro se levantó de la silla con un bufido de fastidio, ajustándose la corbata mientras caminaba hacia la mesa.

—Ah, no tengo todo el día —gruñó, colocando una mano firme en el hombro de Diego y obligándolo a salir de Isabel con un tirón brusco.

—Oye, ¿qué te pasa? —espetó el muchacho, con el rostro enrojecido y la respiración agitada.

—Oye, te dejé que tuviéramos esta relación de tres después de que te le confesaste a tu madre. Pasaste de ser mi hijo a ser el que compite conmigo por quién se la folla primero. Así que no te quejes… lo que hacemos no es precisamente convencional.

Alejandro empujó nuevamente a Diego con un movimiento seco, casi animal, y el joven apenas tuvo tiempo de tambalearse hacia atrás. La mesa de cristal vibró cuando Isabel quedó sola sobre ella, con los pechos copa G aplastados contra la superficie fría y las enormes nalgas expuestas, abiertas y húmedas, brillando bajo la luz de la cocina. El sudor le recorría la espalda mientras su respiración se mezclaba con pequeños gemidos, ansiosos y quebrados.

El marido no volvió a repetir la orden; su silencio era más pesado que cualquier palabra. Con un movimiento deliberado se bajó los pantalones luego los boxers, liberando la erección que saltó rígida hacia adelante, gruesa y venosa, palpitando con un ritmo propio. La corbata seguía perfectamente ajustada, el saco abierto dejaba ver la camisa blanca, contrastando con la obscenidad de su miembro desnudo. Se inclinó sobre Isabel, presionando la punta contra la entrada del coño de su esposa, haciéndola estremecerse y clavar las uñas en la mesa.

Diego observaba desde apenas un par de pasos, con el pecho todavía agitado por la lujuria y la frustración. Veía como su padre estaba al borde de usar su miembro en ese lugar prohibido que se le había sido negado. Sus ojos se clavaban en la escena, en ese cuerpo maduro que minutos antes había sido de manera incompleta suyo y que ahora se rendía ante su esposo. La visión del miembro de Alejandro entrando lentamente en el coño de Isabel lo descolocó, el sonido húmedo del contacto lo obligaba a tragar saliva con nerviosismo.

Alejandro tomó a Isabel de la cintura con fuerza, enterrándose en ella de un solo empuje que hizo vibrar la mesa entera. Isabel soltó un grito ronco, una mezcla de placer y desgarro, mientras sus pechos se sacudían violentamente contra el cristal. El marido no le dio tregua: su ritmo era implacable, cada embestida más profunda que la anterior, como si quisiera dejar claro a ambos quién tenía el verdadero control.

—¿Lo ves? —escupió Alejandro entre jadeos, mirando de reojo a Diego—. Así se folla a una mujer de verdad.

Isabel gimoteaba, perdida entre la humillación y la excitación, mientras sus caderas buscaban instintivamente la siguiente embestida. El eco de los golpes húmedos y el crujido del cristal llenaban la cocina como un himno obsceno.

—Dime, cariño, ¿quién es mejor en esto, él o yo?

—No… no puedo decidir —jadeó Isabel, la voz temblorosa entre el placer y la humillación, mientras sus caderas seguían buscando cada embestida.

Diego no se quedó de brazos cruzados. Su erección, dura y palpitante, estaba lista en sus manos mientras observaba cada movimiento de Isabel. Con un leve gesto de sus dedos, ella lo invitó, sus ojos llenos de deseo, aun conectada con su esposo y recibiendo cada empuje de Alejandro. Bajó de la mesa, quedando con el torso inclinado, los pechos colgando y temblando al ritmo de las embestidas, mientras su respiración se entrecortaba y su cuerpo brillaba de sudor.

Diego acercó su miembro a su rostro, admirando cómo sus labios se humedecían y cómo los senos se estremecían violentamente ante cada embestida. Isabel enrolló su falo con los labios gruesos, carnosos y pintados de un rojo intenso, introduciéndolo con lentitud primero y aumentando luego la velocidad mientras sus manos trataban de apoyarse en el piso. Cada empuje de Diego hacía que su torso se arquease más, que su lengua trabajase con ansias, mientras los sonidos húmedos y roncos de la boca de Isabel se mezclaban con los golpes de Alejandro desde atrás.

Diego comenzó a mover la pelvis con fuerza, empujando y ajustando el ritmo, haciendo que las embestidas bucales se volvieran frenéticas. Isabel gimoteaba y jadeaba, sus mejillas sonrojadas, las manos temblorosas, completamente entregada entre la humillación de ser observada y la excitación que no podía contener. El aroma de su piel, el sabor en los labios, el calor de sus cuerpos juntos, todo se mezclaba en un torbellino de placer que parecía devorarlos.

Alejandro, la tomaba con fuerza. Su grueso falo se hundía una y otra vez en las entrañas de Isabel, haciéndola estremecerse con cada embestida profunda que le arrancaba gemidos ahogados. Ella sentía cómo él la llenaba por completo, cómo su cuerpo maduro sabía dominar el suyo con experiencia y rudeza.

Al frente estaba Diego, el joven hijo, con la virilidad palpitante en sus labios. Isabel se inclinaba hacia él, atrapando su miembro con la boca húmeda, degustando el sabor intenso que escapaba en pequeñas gotas, ese néctar ansioso lleno de sus posibles nietos que ella lamía y tragaba con avidez. Su lengua jugueteaba con el glande, mientras sus manos acariciaban la dureza del muchacho.

Entre ambos la compartían, la manoseaban, recorriendo su piel sudorosa con manos impacientes. Alejandro la sujetaba por las caderas, marcando un ritmo profundo y salvaje desde atrás, mientras Diego la guiaba de la cabeza, hundiendo poco a poco su falo en la boca de Isabel. Ella gemía, atrapada entre los dos, disfrutando cada roce, cada invasión, perdida en el vértigo de sentir a los dos hombres al mismo tiempo.

Alejandro gruñía con cada embestida, sujetando con fuerza las caderas de Isabel mientras se hundía en ella sin piedad. Su voz grave se impuso en medio de los gemidos de la mujer:

—Mírame, Diego… ¿sientes cómo la hago mía? —dijo jadeando, hundiéndose hasta lo más hondo de Isabel, que apenas podía contener sus gritos de placer.

Diego sonrió con arrogancia, acariciando el cabello de ella mientras su miembro desaparecía entre sus labios húmedos.

—Sí, papá… pero escucha cómo me la chupa. ¿No lo oyes? —respondió con un suspiro entrecortado—. Ella quiere a alguien joven, alguien que le llene la boca como yo lo hago.

Alejandro aumentó el ritmo de las embestidas, golpeando contra las nalgas de Isabel con fuerza, como si quisiera marcar territorio.

—Joven, tal vez… —bufó, apretando los dientes—, pero yo soy quien sabe darle lo que realmente necesita… la estoy destrozando por dentro y lo adora.

Diego rió entre jadeos, llevando con ambas manos la cabeza de Isabel más contra su pelvis, obligándola a tomar su falo hasta lo más profundo de su garganta.

—Míralo bien, viejo… se lo traga todo, y lo hace para mí.

Entre ellos, Isabel se retorcía de placer, perdida en la disputa, incapaz de decidir a cuál de los dos pertenecía más. Cada palabra, cada gesto de rivalidad, solo encendía más su deseo.

Alejandro gruñía con cada embestida, clavándose en Isabel con rudeza, mientras sus manos firmes se aferraban a sus caderas sudorosas.

—¿Lo sientes, Diego? —dijo con voz grave, jadeando—. Ella aprieta como si fuera solo mía… como si su cuerpo no quisiera soltarme.

Diego arqueó una ceja, sonriendo con malicia mientras empujaba lentamente su miembro en la boca de Isabel.

—No te engañes, viejo… —murmuró con un gemido contenido—. Escucha cómo me lo mama… su lengua no se cansa de jugar conmigo. Ella me desea a mí, me busca a mí.

Alejandro aumentó el ritmo, golpeando contra ella con fuerza, haciéndola gemir aún con la boca llena.

—¿Deseo? —bufó entre dientes—. No es deseo lo que yo le doy, Diego… es fuego. Estoy rompiéndola por dentro, y aún así me pide más.

Diego soltó un jadeo ronco, arqueando la espalda al correrse. Sujetó con firmeza la cabeza de Isabel y hundió su falo con violencia en lo más profundo de su garganta, obligándola a tragarse la descarga caliente que brotaba sin control.

Isabel se estremeció, con los ojos vidriosos y las mejillas sonrojadas, sintiendo cómo la espesura de aquel torrente de semen descendía por su garganta. Aun así, parte del líquido espeso escapó por la comisura de sus labios, resbalando por su barbilla y manchando sus pechos desnudos. Las gotas brillaban sobre su piel sudada, deslizándose hasta perderse entre el vaivén de sus senos enormes.

—¿Fuego? —rió con arrogancia—. No escuchas cómo gime cuando me traga entero. No es fuego lo tuyo… es rutina. Yo soy la novedad, la sangre joven que la vuelve loca.

Alejandro la sostuvo con más fuerza, embistiéndola con brutalidad, como si quisiera reclamar cada rincón de ella.

—¿Novedad? —dijo con voz ronca—. La novedad se olvida… pero lo que yo le doy la marca para siempre.

Diego la miró, viendo cómo Isabel se estremecía atrapada entre los dos, con lágrimas de placer corriendo por sus mejillas.

—Entonces hagamos que lo diga —retó el joven, apretando el cabello de ella contra su pelvis—. mamá… ¿quién te hace temblar más?

Alejandro gruñó, sin detenerse.

—Habla, mujer… dime de quién es tu cuerpo.

Isabel apenas podía responder, con la voz ahogada entre jadeos y su boca ocupada, atrapada en aquella guerra de dos hombres que la reclamaban como trofeo. Con un movimiento brusco, se apartó de ambos, jadeando, con los labios húmedos y los ojos encendidos de deseo.

Se llevó las manos al cuerpo y, sin prisa pero con decisión, se despojó del short de licra rosa que aún estaba atrapado en sus rodillas, dejándolo caer hasta sus tobillos. Después se quitó la camisa blanca empapada en sudor y, finalmente, el sostén. Al liberarlos, sus pechos de copa G lucían pesados y firmes, moviéndose con un vaivén hipnótico; eran tan grandes que a cualquiera le faltarían manos para abarcar uno solo.

Alejandro y Diego la miraban, con la respiración agitada, como bestias acechando a su presa. Isabel, de rodillas, inclinó ligeramente el torso hacia adelante, ofreciendo también la vista perfecta de su trasero enorme, redondeado, con esa forma de corazón que parecía hecha para ser adorada y castigada por igual.

Se lamió lentamente los labios, recogiendo los últimos rastros de semen con la punta de su lengua, mientras sus ojos brillaban de deseo y picardía. Se encontraba otra vez en medio de ellos, arrodillada como un trofeo, contemplando con deleite los dos falos que se erguían frente a ella.

Eran los falos de los dos hombres más importantes de su vida: Alejandro, su esposo maduro, grueso, pesado, palpitando con cada embestida de sangre que lo recorría; y Diego, su joven hijo, firme, tenso, aún húmedo tras la corrida reciente, goteando néctar masculino sobre el suelo. Ambos brillaban bajo la tenue luz, desafiándose con solo estar ahí, tan cerca de su boca y de su coño.

Isabel acarició uno de sus senos enormes, pellizcando con suavidad el pezón endurecido hasta hacerlo temblar, mientras su respiración se volvía más pesada. Levantó la mirada, primero hacia Alejandro, después hacia Diego, disfrutando de la atención devoradora de los dos.

—Quieren que elija… ¿verdad? —susurró con voz ronca, dejando escapar un gemido bajo mientras apretaba su pecho entre los dedos—. Pues prepárense… porque voy a decirles lo que cada uno me hace sentir.

El silencio se cargó de electricidad. Alejandro dio un paso hacia adelante, su falo rozándole el mentón, reclamándola como suya. Diego, sin apartarse, bajó una mano y se acarició lentamente frente a ella, retándola con una sonrisa arrogante. Isabel los miraba a los dos, sabiendo que sus palabras serían gasolina para esa competencia que la excitaba al límite.

Isabel sonrió con malicia, sus labios húmedos brillando todavía con el rastro de Diego. Con ambas manos tomó sus enormes senos, presionándolos juntos, y dejó que las gotas que escapaban de los falos de sus hombres se mezclaran con su piel sudada. Respiraba con dificultad, como si el placer la mantuviera al borde del colapso, pero aun así halló voz para hablar.

—Alejandro… —susurró primero, levantando la mirada hacia su esposo, sus ojos brillando con una mezcla de entrega y necesidad—. Tu falo me llena como nada más en este mundo. Cuando entras en mí siento que me partes en dos, que me reclamas con cada embestida. No hay caricia ni palabra que pueda reemplazar la manera en que me rompes y me reconstruyes por dentro. Contigo siento fuego, siento dominio, siento que soy tuya… aunque me duela, aunque me queme. Cada movimiento tuyo despierta algo en mí que no puedo controlar. Mi cuerpo se curva, se estira, se rinde y se entrega con la urgencia de quien sabe que solo en tus manos existe la verdad de mi placer. Siento cómo tus dedos, tus manos, cada gesto de tu cuerpo, se clavan en mi piel y en mi mente, marcando un territorio invisible que solo tú conoces. No es solo carne lo que nos une, Alejandro… es como si en cada embestida me despojases de mi miedo, de mi razón, de mis límites. Me dejas vacía y plena al mismo tiempo, rota y reconstruida, y en esa paradoja encuentro un éxtasis que ningún susurro ni roce podrían alcanzar. Quiero más… quiero que me tomes, que me uses, que me llenes hasta que ya no sepa dónde termina mi cuerpo y comienza el tuyo.

Alejandro gruñó, endureciéndose aún más al escucharla, como si cada palabra fuera un halago y un reto. Luego Isabel giró la cabeza, buscando la mirada de Diego, su joven hijo que la observaba con ojos encendidos y el pecho agitado.

—Y tú, Diego hijo mío… tú me das lo que nadie más puede: juventud, intensidad, la locura de lo prohibido. Tu sabor me embriaga, tu dureza me vuelve adicta. Cuando estás en mi boca siento que no hay final, que podría perderme en ti para siempre. Eres hambre, eres deseo puro, eres la chispa que me recuerda que aún puedo desear como una muchacha. Cada gesto tuyo despierta en mí un vértigo que se entrelaza con miedo y placer. Tus manos sobre mi piel me queman, me atraen, me dominan sin cadenas, y aun así me rindo. Siento cómo mi mente se disuelve en la urgencia de tus caricias, cómo mi cuerpo se inclina, se curva, se abre y se entrega con la certeza de que contigo no hay reglas, no hay límites, solo esta intoxicación de deseo que me arrastra sin remedio. Eres fuego y tormenta, Diego… y yo quiero que me consumas, que me des todo lo que puedo soportar y un poco más, para después reconstruirme en cada beso, en cada embestida, en cada suspiro compartido entre jadeos y miradas que arden. Contigo aprendo que el placer no conoce fronteras, y que incluso en la locura de lo prohibido puedo encontrar una libertad que nunca supe que necesitaba.

Diego sonrió, orgulloso, acariciándole el cabello como si quisiera marcarla también con su posesión. Isabel subio la mirada hacia los dos falos que palpitaban frente a ella, tan distintos y al mismo tiempo tan necesarios. Los acarició con ambas manos, una para cada uno, masturbándolos lentamente mientras gemía.

—Los dos son diferentes… —continuó, con la voz temblorosa de placer—. Alejandro me da el fuego que me consume. Diego me da el hambre que me devora. Y los necesito a los dos.

Se inclinó lentamente, dejando que su cuerpo se moviera con fluidez entre ellos, arqueando la espalda y dejando que cada curva se mostrara a plena vista. Primero tomó a Alejandro entre sus labios, cerrándolos suavemente alrededor de su glande mientras su lengua lo recorría con lentitud, explorando cada venita, cada detalle, disfrutando del sabor salado y del calor que emanaba de él. Cada gemido de Alejandro se filtraba en sus oídos, mezclándose con su propio deseo y haciéndola estremecerse.

Después giró la cabeza con delicadeza, manteniendo la firmeza de su boca en él mientras sus ojos se encontraban con los de Diego, que la observaba con respiración agitada y manos temblorosas. Su lengua se extendió sobre el miembro del joven, atrapando el néctar que aún goteaba y mezclándose con su saliva, mientras sus labios lo chupaban con avidez, succionando y acariciando, jugando con la firmeza y la tensión de Diego hasta hacerlo temblar.

Sus manos no permanecieron quietas: una recorría los muslos de Alejandro, apretando suavemente su trasero, mientras la otra masajeaba los testículos de Diego con delicadeza y ritmo, alternando entre caricias suaves y pellizcos que aumentaban la excitación de ambos. Cada movimiento suyo parecía medirlos, retarlos, y al mismo tiempo darles placer sin medida, obligándolos a competir por ella con cada gemido, con cada embestida de su respiración agitada.

Su lengua pasaba de uno a otro, probando, jugando, saboreando, mientras sus manos reforzaban la sensación de control que ejercía sobre ellos. Cada gota de semen que tragaba o que escapaba de sus labios era una afirmación de su poder, un recordatorio de que, aunque ellos creyeran poseerla, ella era quien realmente dictaba el ritmo del placer, quien manejaba la tensión de la competencia y transformaba su deseo en algo que solo ella podía canalizar.

—Al final… —dijo, alternando entre ambos, excitándolos con su lengua y sus labios—, lo único que importa es que los tengo aquí, conmigo. Porque lo que no entienden… —miró a ambos con picardía, mientras se masturbaba con una mano, arqueando la espalda—, es que ustedes me pertenecen a mí.

Sus gemidos se elevaron, su cuerpo vibraba entre sus respiraciones agitadas. Isabel se arrodilló más firme, exhibiendo sus senos enormes que rebotaban con cada movimiento, y concluyó con un grito ahogado de placer:

—Yo soy el catalizador… yo soy lo que los hace mejores… porque juntos, conmigo en medio, alcanzan lo que solos jamás podrían.

Alejandro y Diego se miraron con rabia contenida, pero la imagen de Isabel, húmeda, temblorosa y entregada a los dos, disipó cualquier resistencia. Los tres sabían, en ese instante, que la verdadera dueña de la situación era ella.

Alejandro no aguantó más. Sujetó con rudeza el cabello de Isabel, obligándola a mirarlo mientras su falo palpitaba con hambre frente a sus labios húmedos. La fuerza de su agarre la hizo arquear la espalda, dejándose sentir su control total, su presencia dominante.

—Basta de juegos —gruñó con voz grave, los músculos tensos, el pecho agitado—. Es hora de que recuerdes quién es tu dueño. El trabajo… ya no importa —añadió, con una sonrisa cargada de lujuria, como si hubiera dejado atrás cualquier obligación.

Diego no retrocedió; al contrario, se inclinó por el otro lado, empujando su miembro contra los labios brillantes de Isabel, desafiando a Alejandro con una sonrisa arrogante y los ojos llenos de deseo.

Ambos hombres ya no llevaban nada que los cubriera, completamente desnudos y expuestos, mostrando sus cuerpos tensos, palpitantes y ansiosos de poseerla. La piel sudada brillaba bajo la luz tenue, y cada músculo de sus torsos se marcaba con el esfuerzo de la excitación y la competencia.

—No te engañes, viejo —murmuró Diego entre jadeos, dejando escapar un hilo de saliva mientras su polla rozaba el rostro de Isabel—. La ves tuya, pero me desea a mí tanto como a ti. Y hoy lo vas a ver.

Isabel de rodillas, atrapada entre ambos, sintió cómo la tensión crecía dentro de ella. Su respiración se volvió irregular, pesada, sus labios húmedos y temblorosos mientras recorría con la lengua la punta del falo de Diego sin apartar la mirada de Alejandro, disfrutando de la competencia que ardía entre los dos hombres. Cada palpitación de sus miembros, cada gemido contenido, cada desafío verbal encendía más su deseo.

Se levantó estando aun en medio de ambos, respirando con dificultad, y se inclinó un poco hacia adelante quedando enfrente de Diego, arqueando la espalda de manera provocativa. Su trasero redondo y firme quedó completamente expuesto a Alejandro, ofreciéndole cada curva, cada centímetro de piel, mientras sus manos no permanecían quietas: una acariciaba y apretaba las nalgas de Diego con firmeza, sintiendo la tensión de su cuerpo bajo sus dedos, explorando cada músculo mientras él reaccionaba con jadeos.

—Entonces… tómenme los dos —susurró con voz temblorosa y cargada de lujuria, mordiendo ligeramente su labio inferior mientras miraba a ambos hombres, disfrutando de la atención devoradora que le daban—.

Alejandro gruñó, endureciéndose al instante, ansioso por reclamarla. Sus manos se deslizaron por las caderas de Isabel, asegurándose de cada movimiento, mientras su miembro palpitante buscaba con hambre su entrada trasera. Diego, por su parte, no esperó ni un segundo; su mirada ardiente se fijó en ella mientras empujaba con firmeza su miembro hacia la entrada de adelante, anticipando el contacto que lo haría estallar de placer.

Isabel se arqueó más, disfrutando del deseo que emanaba de ambos. Cada respiración agitada, cada gemido de los hombres, cada roce de su cuerpo con el de ellos la excitaba más, recordándole que, aunque peleaban por poseerla, ella era la que realmente controlaba la situación. Su cuerpo se convirtió en un campo de fuego, un catalizador que intensificaba la competencia entre Alejandro y Diego, provocando que cada uno quisiera reclamarla con más fuerza y urgencia.

—Hoy vas a aprender lo que es ser deseada por dos hombres —susurró Diego, jadeando, mientras empujaba un poco más su miembro en sus labios vaginales—. Y no podrás escapar, ni querrás.

Alejandro gruñó, endureciéndose aún más, con los dedos apretando sus caderas y subiendo el ritmo de embestida imaginaria contra ella, como si cada palabra de Diego fuera un reto que tenía que superar.

Isabel los miraba, jadeante, excitada, disfrutando de ser el centro de esa competencia carnal. Sus manos acariciaban a ambos, jugando con la dureza de sus miembros, alternando entre rozarlos suavemente y apretarlos, mientras un gemido bajo escapaba de sus labios. Sabía que, aunque ellos lucharan por poseerla, era ella la que los dominaba a ambos con cada movimiento, con cada mirada, con cada suspiro.

Isabel los miró a ambos con una mezcla de deseo y poder. Estaba de pie en medio de ambos, sus senos enormes rebotando con cada respiración agitada, sus pezones endurecidos y tentadores al aire, mientras su culo redondo y firme se alzaba, mostrando cada curva que clamaba por ser tocada y tomada. Los falos de Alejandro y Diego rozaban su culo y coño, brillando de sudor y néctar, exigiéndola con hambre palpable.

Ella se incorporó un poco, arqueando la espalda, dejando que su abdomen se tensara y sus nalgas se movieran ligeramente en anticipación, mientras sus ojos recorrían los cuerpos desnudos de los dos hombres.

El silencio se quebró con un coro de jadeos y respiraciones entrecortadas. Alejandro fue el primero en moverse, empujándola hacia adelante con fuerza, acomodándose detrás de ella. Su falo grueso y palpitante buscó con facilidad la entrada húmeda y receptiva de Isabel, deslizándose dentro con un gemido profundo que hizo vibrar todo su cuerpo. Estaba usando su ano, el lugar que supuestamente le pertenecía a Diego.

Los falos de ambos hombres palpitaban, buscando su lugar como piezas perfectas que debían unirse en ella. Cada roce, cada contacto, cada pequeño movimiento parecía un desafío silencioso, una prueba de quién la dominaría primero, mientras Isabel se arqueaba, ofreciendo su cuerpo por completo a ambos.

Diego se acercó a ella, apoyando sus manos en sus hombros, y la besó con pasión, profundizando el contacto hasta que sus lenguas se entrelazaron. El calor del beso, la fuerza de su deseo, hicieron que Isabel gimiera suavemente, perdida entre el sabor y la intensidad del joven.

Mientras tanto, Alejandro no se quedó atrás. Con una de sus manos, recorrió el sexo húmedo de Isabel, acariciándolo con firmeza y ritmo, sintiendo cómo respondía a cada toque, a cada presión. Sus dedos exploraban, estimulaban, y cada movimiento hacía que su miembro palpitara aún más fuerte, ansioso por entrar y reclamarla.

Isabel estaba atrapada en el torbellino de deseo, entre el beso ardiente de Diego y las caricias posesivas de Alejandro. Su cuerpo temblaba, sus senos enormes se balanceaban con cada respiración, y su culo redondo y firme ofrecía un lugar perfecto para que ambos hombres se unieran a ella.

—Los dos… —jadeó Isabel, arqueando la espalda, con los ojos brillantes de placer—. Quiero a los dos, aquí, ahora.

El aire se llenó de jadeos, gemidos y respiraciones entrecortadas. La tensión entre Alejandro y Diego alcanzaba su punto máximo, y cada caricia, cada roce, cada beso, los acercaba más al momento en que sus cuerpos se unirían completamente con el de Isabel, en un clímax compartido que prometía consumirlos a los tres.

Tanto Diego como Alejandro la rodearon con sus brazos, apretándola con fuerza y lujuria mientras la levantaban del suelo. Su cuerpo quedó suspendido entre los dos, completamente ofrecido, temblando de anticipación y excitación. El calor de sus cuerpos, la presión de sus manos, y la mezcla de sudor y deseo creaban una electricidad que recorría cada centímetro de su piel.

El falo de Diego buscó finalmente su sexo, entrando con suavidad pero con firmeza, haciendo que Isabel soltara un gemido ahogado mientras su cuerpo se arqueaba hacia él. Cada empuje la llenaba, la estiraba y la hacía estremecerse de placer. Alejandro, sin perder tiempo, dirigió su miembro hacia su ano, rozando la entrada antes de penetrarla lentamente, reclamando ese terreno con una precisión que la hizo suspirar de manera incontenible.

Mientras la bajaban lentamente, Isabel podía sentir el peso de ambos hombres sobre ella, sus cuerpos musculosos presionando contra los suyos. Cada roce, cada palpitación de sus miembros, la hacía temblar. Su trasero se ofrecía completamente a Alejandro, mientras su sexo se ajustaba perfectamente a Diego. La mezcla de sensaciones era tan intensa que parecía que todo su cuerpo vibraba en un solo ritmo de placer.

—Mmm… sí… ah —jadeó Isabel, arqueando la espalda y apretando las nalgas contra Alejandro mientras sus manos se aferraban a los hombros de Diego, sintiendo cada músculo tenso bajo sus dedos.

Finalmente hubo un click, la señal de que ambos hombres estaban dentro de ella por completo. Sus falos llenándola, atrapándola, y ella atrapando a ambos con su cuerpo. Cada empuje, cada movimiento de cadera, era un recordatorio de la competencia que ardía entre ellos, y de su poder absoluto sobre esa pasión compartida.

Sus senos enormes rebotaban con cada balanceo, sus pezones endurecidos rozando la piel sudada de Alejandro, mientras su trasero y sus caderas eran movidos con firmeza por ambos. Isabel gemía y jadeaba, perdida en la intensidad de la doble penetración, sintiendo cómo su cuerpo se transformaba en un templo de deseo, donde los límites del placer se expandían con cada embestida.

La cocina, convertida en un escenario ardiente, olía a sudor, a sexo y a una lujuria que solo tres cuerpos podían crear. Isabel estaba en el centro, temblando y vibrando, el corazón acelerado, los labios húmedos y entreabiertos, completamente consciente de que era ella quien controlaba todo: el ritmo, la intensidad, la entrega. Los dos hombres, a pesar de su competencia, respondían a cada movimiento suyo, a cada gemido, a cada roce, como si fueran marionetas de su deseo.

Isabel estaba suspendida entre ellos, su cuerpo temblando de anticipación y placer, cada músculo tenso, cada curva expuesta y deseada. Alejandro la penetraba con firmeza por el ano, sus embestidas precisas y fuertes, mientras Diego se movía dentro de su coño, entrando y saliendo con un ritmo que la hacía gemir sin control. Su trasero era moldeado por las manos de Alejandro, su coño apretado por la intensidad de Diego, y sus senos rebotaban con cada movimiento, rozando la piel sudada de ambos hombres.

—Más… más fuerte… —jadeó Isabel, arqueando la espalda, hundiendo las uñas en los hombros de Diego mientras sentía cada golpe de Alejandro en su trasero—. No me detengan… ¡quiero sentirlos a los dos!

Alejandro gruñó, aumentando la velocidad y la fuerza de sus embestidas, clavando su miembro dentro de ella, jugando con cada fibra de su cuerpo. Diego, respondiendo a su deseo, presionó su cadera contra la de ella con más urgencia, sus manos acariciando cada nalga y cada teta, sintiendo cómo ella se ofrecía y temblaba entre ellos.

Los gemidos de Isabel se mezclaban con los de los hombres, un coro de lujuria y pasión que llenaba la cocina. Su respiración era rápida y entrecortada, su piel húmeda brillando con sudor, y su cuerpo entero parecía vibrar con cada choque, con cada fricción, con cada movimiento simultáneo que los unía más y más a todos en un solo ritmo de éxtasis.

—Sí… eso… así… ¡oh, Dios! —gritó Isabel, arqueando la espalda al límite, sintiendo cómo ambos falos la llenaban completamente, explotando cada terminación nerviosa, cada centímetro de su cuerpo—. ¡Los dos… me están matando!

Cada embestida, cada roce, cada presión de los dedos sobre sus caderas y nalgas la llevaba al borde de un abismo de placer. Isabel se sentía desgarrada por la intensidad, atrapada en una ola que la consumía, mientras su mente se rendía ante la realidad de que ella era la dueña del momento, el catalizador de la pasión de los dos hombres.

Sus senos enormes se movían violentamente con cada vaivén, sus pezones rozando y presionando la piel de Alejandro, mientras su trasero se ofrecía sin resistencia, y su coño se ajustaba al de Diego con una perfección que la hacía gemir con fuerza, gimiendo, llorando de placer y pérdida de control.

Finalmente, la tensión se volvió insoportable. Su cuerpo temblaba, sus caderas se arqueaban en cada dirección, y un orgasmo devastador la atravesó de pies a cabeza. Gritó, chilló, jadeó y se retorció entre ambos, sintiendo cómo sus músculos se contraían alrededor de los miembros que la poseían, tragando, atrapando y encajando a la perfección la virilidad de ambos.

Alejandro y Diego también habían llegado al límite, sus cuerpos temblando mientras vaciaban su semilla dentro de ella, inundándola por completo. La sensación de ser poseída por ambos, saturada por su placer, la dejó temblando, con la respiración entrecortada y la mente perdida en el éxtasis.

Con cuidado, ambos hombres comenzaron a bajarla, sosteniéndola mientras sus músculos aún vibraban de la intensidad de la doble penetración. Una vez que la pusieron sobre el piso, no se separaron de ella; sus manos continuaban recorriendo cada curva, cada centímetro de piel. Alejandro manoseaba sus senos enormes, acariciándolos y besándola con pasión, mientras Diego descendía, llevándose su rostro hacia su sexo aún húmedo, lamiéndolo con destreza y comenzando a masturbarla con ritmo firme y sensual.

Isabel gimió, arqueando la espalda mientras sus manos se aferraban al cabello de ambos hombres, sintiendo cómo cada caricia, cada lengua, cada empuje de dedos la llevaba más allá del control. Fue solo cuestión de tiempo: sus ojos se abrieron con un brillo perdido, la respiración jadeante y desordenada, y un gran chorro de néctar brotó entre sus piernas, empapando las manos y el rostro de Diego mientras su cuerpo se contraía sin poder contener el orgasmo.

Finalmente, los tres cayeron exhaustos sobre el piso de la cocina, sus cuerpos sudorosos y pegajosos, con Isabel todavía en el centro. A pesar de que sus erecciones se habían relajado, sus pelvis se movían ligeramente, un eco de la pasión reciente que aún los recorría. Cada roce involuntario, cada presión, era un recordatorio de la intensidad compartida. La respiración se mezclaba en un ritmo lento y pesado, mientras sus corazones se calmaban, y la conciencia de que habían sido consumidos juntos por el deseo llenaba el aire.

Isabel estaba rodeada, acariciada, besada y lamida, el centro absoluto de la pasión de ambos hombres. Su cuerpo aún vibraba de satisfacción, y aunque los tres ya no podían sostener más ritmo, el calor del placer compartido permanecía, una marca indeleble de la entrega, la rivalidad y el éxtasis que habían vivido juntos.

Isabel yacía en el piso de la cocina, el sudor pegado a su piel, los cuerpos de Alejandro y Diego junto al suyo, respirando con dificultad y aún moviéndose levemente en un eco de pasión. Cerró los ojos, dejando que la sensación de placer la inundara…

La respiración de los tres se mezclaba en la cocina, el aire denso, cargado de sudor, de olor a sexo y de jadeos que parecían no querer terminar nunca. Isabel, aún entre los brazos de Alejandro y Diego, creyó por un instante que ya no podrían más. Pero entonces, cuando sus cuerpos temblaban de agotamiento, algo dentro de ellos se encendió otra vez.

Fue Diego quien la tomó primero, volviendo a besarla con una fuerza renovada, como si apenas estuvieran comenzando. Sus labios se estrellaban contra los de Isabel con un hambre feroz, la lengua entrando sin permiso, saboreándola como si quisiera devorar cada gemido. Ella lo recibió con el mismo ardor, arqueando la espalda mientras sus uñas se clavaban en los hombros de él.

Alejandro, sin decir palabra, se levantó con la respiración agitada y la tomó de la cintura. Sus manos firmes, calientes, se hundieron en su piel húmeda por el sudor y, con un movimiento decidido, la giró, obligándola a ponerse de espaldas, con el pecho aplastado contra la fría superficie de la mesa. Isabel jadeó, sorprendida, y ese sonido fue como una chispa que encendió a ambos hombres de nuevo.

Alejandro se inclinó sobre ella, su torso fuerte pegándose a su espalda, su boca recorriendo la línea de su cuello mientras una de sus manos abría sus caderas y la exponía, vulnerable, húmeda, temblorosa. Diego, sin apartarse, se arrodilló frente a ella y hundió su rostro entre sus piernas, lamiéndola con desesperación, saboreando cada rastro de placer derramado.

Isabel gimió, atrapada entre los dos, con los labios de Diego chupando su sexo y la lengua de Alejandro explorando su oído, mordiendo con suavidad, mientras sus manos no dejaban de recorrer la curva de sus pechos y el redondeo de sus nalgas. La escena se volvió un vórtice de deseo: Alejandro empujaba lentamente, frotando la punta de su falo contra el coño de Isabel, mientras Diego se apartaba apenas para observar cómo el cuerpo de ella se tensaba, suplicante, y luego volvía a lamer, a masturbarla, a hacerla perder la razón.

Era imposible distinguir de quién era cada jadeo, cada suspiro. La pasión los había arrastrado como una corriente imparable, y en cuestión de segundos Isabel volvió a quedar completamente sometida a la fuerza de los dos, entregada a una vorágine de placer que parecía no tener fin.

La cocina se convirtió en un campo de batalla y un altar de placer. La mesa, las sillas, el piso… nada quedó intacto. La cambiaban de posición con una avidez casi animal, probando cada rincón de su cuerpo como si el tiempo no existiera. Isabel se dejaba llevar, sometida y al mismo tiempo dueña de cada instante, explotando en orgasmos que parecían no tener fin.

—Mírate, mamá… —susurró Diego, con la voz ronca, mientras la sostenía por la cintura—. No tienes idea de lo hermosa que te ves cuando nos perteneces a los dos.

Isabel, con el cuerpo aún temblando, sonrió entre gemidos, sus labios húmedos buscaban desesperados más besos, más contacto.

—Soy de ustedes… —jadeó—. Quiero serlo siempre… tóquenme, no me suelten.

Alejandro, besándole la espalda y apretando sus caderas con fuerza, la empujó contra la mesa.

—Eres nuestra, Isabel… —dijo en un tono grave, cargado de deseo—. No hay vuelta atrás, no después de esto.

Diego levantó la cabeza, miró fijamente a Alejandro, y con la respiración entrecortada declaró:

—La amamos, papá… no es solo el cuerpo. La amamos a ella.

Isabel se quedó en silencio un instante, sorprendida, y luego arqueó la espalda, con lágrimas que se mezclaban con su excitación.

—¿Me aman...?

Alejandro la tomó del cabello suavemente, obligándola a mirarlo de reojo, sus labios apenas rozando los de ella.

—Sí, Isabel… te amo. Siempre lo supe, y hoy no pienso negarlo.

Diego se inclinó desde abajo, pasando la lengua lentamente por su coño antes de hablar:

—Y yo también… eres la mujer que deseo, la única que puede enloquecerme así.

Ella gimió al escucharlos, como si esas palabras fueran más intensas que cualquier caricia. El aire quedó suspendido unos segundos, pesado, cargado de electricidad.  Los tres cayeron nuevamente al suelo y en el silencio de la cocina, exhaustos pero aún vibrando de deseo. Isabel, con el cabello pegado a la frente por el sudor, el rojo corrido en sus labios y el cuerpo todavía palpitante de placer, se mordió el labio inferior y, entre risas entrecortadas, murmuró:

—Ustedes dos… no tienen idea de lo que acaban de hacer…

Diego, jadeando, le acarició la pierna.

—Claro que lo sabemos… te hicimos nuestra.

Isabel lo miró fijamente, y con una media sonrisa dejó caer las palabras como un susurro que heló a ambos hombres:

—Hoy… no era un día seguro.

El silencio llenó la cocina, un silencio tan denso que parecía tener cuerpo propio, como si flotara entre ellos. Alejandro abrió la boca para decir algo, pero no salió palabra; apenas un suspiro roto, como si cualquier frase se quedara atrapada en la garganta por temor a quebrar la magia de lo que acababa de ocurrir.

Diego, en cambio, la miraba incrédulo, con los ojos ardiendo en una mezcla extraña de miedo y deseo. Miedo, porque sabía que habían cruzado un límite que no tenía retorno. Deseo, porque incluso en la extenuación su cuerpo seguía reclamando a Isabel como si la necesitara para respirar.

Isabel cerró los ojos, exhalando despacio, y en ese gesto había una serenidad casi filosófica, como si encontrara placer no solo en la carne, sino en el vértigo mismo de la confesión que habían compartido: un amor que no se ajustaba a las reglas, un deseo que rompía con todo lo que el mundo esperaba de ellos.

—¿Lo sienten? —susurró al fin, con una voz que parecía temblar y al mismo tiempo sostenerlos a los dos—. Esto es más grande que nosotros… más grande que el miedo, más grande que la culpa.

Sus palabras quedaron flotando en el aire como un eco sagrado. Alejandro bajó la cabeza, pero en sus labios había una sonrisa amarga, como si se hubiera dado cuenta de que su vida hasta ese momento había sido una mentira cómoda. Diego tragó saliva, sintiendo que todo lo que entendía del amor, del sexo, de la fidelidad, se desmoronaba frente a él, pero en esa caída había un gozo irresistible.

Isabel los miró a los dos, uno a cada lado, y por primera vez no vio en ellos hombres separados, sino una sola fuerza que la reclamaba y que ella había elegido. Y comprendió algo que no se atrevió a decir en voz alta: que el deseo, cuando se vuelve verdad, nunca pide permiso.

Y allí, desnudos, entre el sudor que aún corría por sus cuerpos y el olor espeso del semen y el nectar impregnado en la cocina, los tres entendieron que no estaban simplemente pecando ni jugando; estaban reinventando el significado mismo del amor y del deseo, a costa de todo lo demás.

 


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