La
residencia de los Rodríguez se erguía imponente en las afueras de la Ciudad de
México, en una zona residencial tranquila del Pedregal, rodeada por altos muros
cubiertos de buganvilias florecidas y árboles frondosos que filtraban la luz de
la luna. Era una construcción amplia de dos pisos con fachada de cantera rosa,
ventanales altos que reflejaban las luces navideñas exteriores y un garaje
espacioso para varios vehículos. El jardín posterior, visible desde la sala a
través de puertas corredizas de cristal, contaba con una fuente de piedra que
murmuraba suavemente y bancas de herrería bajo un techo de enredaderas. Era el
24 de diciembre de 2025, y la noche caía con una serenidad absoluta, el cielo
despejado salpicado de estrellas y una brisa fresca que hacía susurrar las
hojas de las jacarandas. Ese contraste entre la calma exterior y el bullicio
interior acentuaba la calidez del hogar.
El
árbol navideño, un pino natural de más de tres metros traído de un vivero
especializado, dominaba la sala principal con su presencia majestuosa. Sus
ramas cargadas sostenían esferas rojas brillantes, doradas mate y plateadas
relucientes, mientras las luces intermitentes proyectaban reflejos danzantes
sobre las paredes blancas impecables y el piso de madera pulida de encino que
brillaba con un lustre profundo. La chimenea de piedra natural crepitaba con
leños gruesos de ocote, difundiendo un calor acogedor que envolvía toda la
planta baja y se mezclaba con los aromas intensos que impregnaban el aire: el
frescor resinoso del pino, la canela picante y el tejocote dulce del ponche
caliente que burbujeaba en una olla grande de barro, la vainilla cremosa de los
postres enfriándose en la cocina y el toque picante de los tamales oaxaqueños
envueltos en hoja de plátano junto a los romeritos con mole que Laura había
preparado con esmero durante todo el día, siguiendo recetas transmitidas de
generación en generación.
La
familia completa se había reunido, como cada año en esa fecha tradicional, pero
esta vez había una electricidad sutil en el aire, una tensión palpable que
nadie nombraba abiertamente, pero que todos percibían con claridad en las
miradas prolongadas que se sostenían un instante de más, en los roces
accidentales al pasar los platos o las copas que parecían prolongarse
deliberadamente, y en las risas que estallaban con una intensidad inusual y
duraban un segundo extra, como cargadas de un significado oculto. Javier
Rodríguez, el patriarca de cincuenta años recién cumplidos, era un hombre de
complexión robusta y presencia sólida, con manos callosas marcadas por décadas
en la construcción, cabello entrecano corto que acentuaba sus facciones fuertes
y una barba bien recortada que le confería un aire autoritario pero atractivo.
Sentado a la cabecera de la larga mesa del comedor, con su mantel rojo bordado
y centros de nochebuenas frescas, observaba a su esposa Laura con una
intensidad que iba mucho más allá del afecto conyugal habitual, sus ojos
recorriendo lentamente las curvas que el vestido rojo ceñido resaltaba con
generosidad.
Laura,
de cuarenta y ocho años, era una mujer que el tiempo había tratado con una
generosidad casi injusta. Su rostro conservaba una belleza madura y serena, con
pómulos altos, labios carnosos naturalmente rojos y ojos cafés profundos que
parecían guardar secretos. Pero era su cuerpo el que provocaba un impacto
inmediato: pechos pesados, llenos y firmes que desafiaban la gravedad,
marcándose con claridad bajo la blusa escotada del vestido, los pezones
endurecidos apenas visibles cuando la tela rozaba la piel sensible. Su cintura
se cinchaba con facilidad, creando un contraste dramático con las caderas
anchas y, sobre todo, con unas nalgas monumentales, carnosas, redondas y
elevadas que constituían el rasgo más hipnótico de su figura. Aquellos dos
hemisferios eran abundantes, suaves al tacto, pero con una firmeza que los
hacía rebotar con cada movimiento, separados por una hendidura profunda que
invitaba a la imaginación. El vestido rojo de tela elástica, elegido con
intención esa noche, se adhería como una segunda piel, delineando cada curva
con precisión obscena: la forma perfecta de cada glúteo, la tensión de la tela
al estirarse cuando se inclinaba, casi transparentando la silueta de una tanga
mínima que apenas contenía tanta carne. Cada vez que Laura se levantaba para
servir más comida o recoger platos, sus nalgas se mecían con un ritmo lento y
sensual, rebotando ligeramente con cada paso sobre los tacones altos, la carne
temblando de manera que hacía difícil apartar la vista. Javier sentía cómo su
miembro se endurecía dolorosamente bajo la mesa, latiendo con cada contoneo,
imaginando ya el calor y la suavidad de esa carne contra su piel.
A la
derecha de Javier estaba Sofía, la hija mayor, de veintiocho años. Sofía había
heredado directamente las formas exuberantes de su madre, pero realzadas por la
juventud: su trasero era amplio, prominente, con una curva pronunciada que
partía de la cintura estrecha y explotaba en dos masas redondas y altas, firmes
como frutos maduros. La piel era pálida y tersa, sin una sola imperfección, y
cuando llevaba la falda corta negra de esa noche, al sentarse, la tela subía lo
suficiente para exponer la parte inferior de sus glúteos, esa zona suave y
redondeada donde la nalga se une al muslo, invitando a tocar. Caminaba con una
confianza natural y provocadora, haciendo que cada glúteo se moviera
independientemente, un balanceo cadencioso que sus familiares habían observado
en secreto durante años, generando pensamientos prohibidos que ahora flotaban
más cerca de la superficie. Sofía era alta, con piernas largas y torneadas,
cabello largo castaño que caía en ondas sedosas sobre sus hombros, ojos verdes
intensos heredados de su padre que brillaban con malicia contenida, y labios
pintados de rojo oscuro, carnosos y ligeramente entreabiertos, como si siempre
estuvieran a punto de soltar un suspiro.
Camila,
de veintiséis años, sentada frente a Sofía, poseía unas nalgas en forma de
corazón perfecto, altas y llenas, que se elevaban con arrogancia incluso cuando
estaba sentada, aplastándose contra la silla de modo que la carne abundante se
desbordaba suavemente por los lados, creando una visión irresistible. Sus
pantalones ajustados de mezclilla oscura marcaban cada detalle con crueldad: la
separación profunda y oscura entre los glúteos, la redondez impecable que hacía
que la tela se tensara al máximo, la tersura de la piel que se intuía cálida y
suave debajo. Camila era más pequeña en estatura, pero su figura era compacta y
voluptuosa, con pechos firmes que se marcaban bajo la blusa, cintura delgada y
caderas anchas que acentuaban aún más la prominencia de su trasero. Su cabello
negro ondulado caía en cascada hasta la mitad de la espalda, enmarcando un
rostro delicado con sonrisa pícara, ojos cafés traviesos y una expresión que
esa noche parecía cargada de intenciones ocultas, como si supiera exactamente el
efecto que causaba.
Marco,
el hijo mayor de treinta años, estaba al lado de su esposa Valeria, de
veintinueve. Marco era alto y atlético, con hombros anchos, brazos definidos y
el mismo porte fuerte y viril de su padre, una presencia que llenaba el
espacio. Valeria era una mujer despampanante, de belleza impactante: glúteos
grandes y redondos, perfectamente simétricos, con una piel tersa y ligeramente
bronceada que brillaba bajo las luces del candelabro como si estuviera untada
en aceite. Su vestido verde esmeralda era corto y ceñido, subiendo apenas lo
suficiente para insinuar la curva inferior de sus pompas cuando se movía,
contoneándose con una elasticidad natural que hacía que la carne temblara de
forma deliciosa, invitando a manos ansiosas. Cada paso provocaba un rebote sutil
pero evidente, una ondulación que hacía salivar en silencio. Valeria tenía
piernas largas y tonificadas, cintura estrecha, pechos altos y firmes, rostro
angelical con labios carnosos y ojos oscuros profundos que transmitían una
sensualidad abierta, descarada, como si disfrutara siendo el centro de las
miradas.
Finalmente,
Diego, el menor de veinticuatro años, había traído a su novia Isabella, de
veintitrés. Diego era el más delgado de los hermanos, con un cuerpo ágil y
energía juvenil inagotable, una sonrisa permanente que ocultaba la intensidad
de su deseo. Isabella era la sorpresa absoluta de la noche, una visión que
eclipsaba al resto: su trasero era, sin discusión, el más impresionante de
todos, un par de nalgas inmensas, voluptuosas, que explotaban desde una cintura
estrecha en una curva dramática y exagerada, dos masas carnosas y pesadas que
parecían desafiar toda proporción. Llevaba leggings negros brillantes que se
estiraban al límite absoluto, marcando cada contorno con precisión erótica: la
hendidura profunda que se hundía entre los glúteos, los hemisferios separados y
temblorosos, la carne que se movía con vida propia. Cuando caminaba, aquellas
nalgas ondulaban como olas suaves y lentas, un movimiento hipnótico que hacía
que el aire se cargara de tensión, atrayendo todas las miradas sin excepción,
provocando erecciones contenidas y respiraciones aceleradas en la mesa.
Isabella tenía piernas largas, cintura diminuta, pechos generosos y un rostro
hermoso con labios gruesos y ojos que prometían placer sin límites.
La cena
comenzó con una aparente normalidad, aunque el aire ya estaba cargado de una
electricidad densa y cálida. Los platos se sucedían lentamente: el bacalao a la
vizcaína humeante, con su aroma intenso a tomate y aceituna; la ensalada de
manzana fría y crujiente, con nueces troceadas que contrastaban con la suavidad
de la crema; los tamales desenvueltos con cuidado, dejando escapar vapor
perfumado; y, sobre todo, el ponche caliente que Laura servía en jarritos de
barro, generosamente coronado con piquete de tequila reposado. Cada vez que
llenaba una copa, su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia adelante, los pechos
pesados presionando contra la tela del vestido rojo, y sus nalgas monumentales
se elevaban apenas, tensando la tela hasta hacerla casi translúcida, revelando
la sombra sutil de la tanga que se hundía entre tanta carne suave. El calor del
ponche subía por las gargantas, extendiéndose por los pechos y bajando hasta el
vientre, aflojando músculos y despertando sensaciones más profundas.
Las
conversaciones fluían al principio sobre temas inocentes: el nuevo proyecto de
Javier, las clases de Sofía, los viajes de Camila, el trabajo de Marco. Pero
poco a poco, el alcohol hacía su trabajo. Las voces se volvían más roncas, las
risas más prolongadas, las pausas entre palabras se llenaban de miradas que
duraban demasiado. Javier no podía evitar que sus ojos se deslizaran una y otra
vez hacia las nalgas de Laura cada vez que ella se movía alrededor de la mesa;
sentía un calor creciente en la entrepierna, su miembro endureciéndose
lentamente contra la tela de los pantalones, latiendo con cada contoneo de
aquellas pompas maduras y abundantes.
De pronto, Javier habló, voz grave y cargada.
—Te
queda increíble ese vestido, amor. Resalta todas tus… curvas —dijo, dejando que
sus ojos bajaran descaradamente hasta las nalgas de Laura mientras ella se
giraba para colocar un plato en la mesa, la tela estirándose al máximo y
delineando la hendidura profunda con una precisión que hizo que varios tragaran
saliva.
Laura
sintió aquellas miradas como caricias físicas. Sonrió con lentitud, arqueando
ligeramente la espalda de forma deliberada, haciendo que sus nalgas se elevaran
aún más, la carne temblando apenas bajo la tela.
—¿Mis
curvas? ¿Cuáles exactamente, Javier? —preguntó con tono juguetón, pero con una
nota ronca que delataba que también ella sentía el calor subirle por el cuello
y concentrarse entre las piernas, una humedad sutil comenzando a formarse.
Todos
rieron, pero era una risa nerviosa, cargada. Las miradas se cruzaron como
chispas: Marco mirando a Valeria con hambre contenida, Diego fijándose en el
culo de su madre al pasar, Javier recorriendo a sus hijas con disimulo. Bajo la
mesa, Marco apretó con más fuerza la mano de Valeria, su palma deslizándose por
el muslo interno, subiendo centímetro a centímetro hasta rozar la curva
inferior de sus nalgas redondas y firmes. Valeria sintió el calor de esa mano
como una promesa, separó ligeramente las piernas para permitirle mayor acceso,
su respiración acelerándose mientras la tela del vestido verde se arrugaba bajo
los dedos de su esposo.
Sofía,
consciente de las miradas, cruzaba y descruzaba las piernas con lentitud
deliberada, dejando que la falda corta subiera más cada vez, exponiendo la piel
suave y pálida de la parte superior de los muslos y la curva inferior de sus
glúteos firmes, esa zona donde la carne se vuelve especialmente sensible al
roce del aire. Sentía un cosquilleo cálido entre las piernas, los pezones
endureciéndose contra la blusa.
—¿Hace calor aquí o soy yo? —preguntó con voz ligeramente entrecortada, abanicándose el escote, haciendo que sus pechos se movieran y atrayendo más ojos.
Camila
soltó una carcajada baja y sensual, sus nalgas en forma de corazón
presionándose contra la silla, sintiendo cómo la tela de los pantalones se
hundía entre ellas.
—Definitivamente
calor, hermana. Mira cómo todos estamos sudando… y no solo por el ponche —dijo,
lamiéndose apenas los labios, consciente de que su culo se marcaba obscenamente
al inclinarse hacia adelante.
Isabella,
al levantarse una vez más para servir ponche, lo hizo con una lentitud casi
provocativa. Se inclinó sobre la mesa más de lo necesario, sus leggings negros
tensándose hasta el punto de casi rasgarse, delineando con cruel precisión la
hendidura profunda y oscura entre sus nalgas colosales, la carne temblando
visiblemente con el movimiento, como si tuviera vida propia. El aroma de su
piel mezclada con el perfume dulce llegaba hasta los presentes, y varios
sintieron un tirón inmediato en la entrepierna.
Diego
no pudo resistir más. Se levantó rápidamente y la abrazó por detrás, sus manos
posándose directamente sobre aquellas nalgas gigantes, apretando con fuerza la
carne abundante que se desbordaba entre sus dedos, sintiendo el calor y la
suavidad que lo volvían loco.
—Mi
novia tiene el mejor regalo de Navidad —dijo en voz alta, voz ronca y sin
disimulo, mientras sus dedos se hundían más en la carne, separando ligeramente
los glúteos bajo la tela.
Isabella
jadeó audiblemente, un sonido suave y húmedo que recorrió la mesa como una
corriente eléctrica. Empujó hacia atrás contra las manos de Diego, sintiendo su
erección presionando contra su culo, el calor de su miembro endurecido
filtrándose a través de las telas.
—¿Aquí
frente a tu familia, Diego? Qué atrevido estás esta noche —susurró, pero su
cuerpo traicionaba sus palabras, arqueándose para ofrecer más.
Marco,
con la respiración agitada, intervino sin quitar los ojos del espectáculo.
—Y qué
rico se ve ese culo enorme temblando así. No te ofendas, Isabella, pero es
absolutamente hipnótico… dan ganas de enterrar la cara ahí mismo.
Valeria,
sintiendo los dedos de Marco rozando ya el borde de su tanga bajo el vestido,
agregó con voz baja y cargada de deseo.
—Tiene
toda la razón. Isabella, tus pompas son impresionantes… tan grandes, tan
suaves. Me dan envidia… y otras cosas.
Laura
rio, pero era una risa profunda, sensual, mientras sentía su propia humedad
aumentar entre las piernas al ver cómo la familia entera se deshacía
lentamente.
—No
seas modesta, Valeria. Las tuyas son perfectas también… redondas, firmes,
siempre las he admirado cuando te inclinas.
La
conversación derivó rápidamente en cumplidos cada vez más directos, más crudos,
sobre cuerpos, sobre formas específicas, sobre cómo ciertas partes se movían,
se sentían al imaginarlas. Javier, con la erección palpitando dolorosamente,
admitió por fin lo que todos sentían en silencio.
—Genética
bendita —dijo con voz grave, mirando alternadamente a Laura, a sus hijas, a
Valeria e Isabella, deteniéndose especialmente en los culos que se marcaban con
tanta claridad bajo las prendas—. Siempre he admirado esas “formas”… en todas
ustedes.
El
silencio que siguió fue denso, cargado de respiraciones aceleradas, de manos
que se movían bajo la mesa, de miradas que ya no se escondían. La tensión era
casi palpable, como una caricia invisible que recorría pieles, endurecía
pezones, humedecía entrepiernas y hacía latir miembros con fuerza contenida. La
cena ya no era solo comida; era el preludio de algo mucho más intenso que
todos, en el fondo, deseaban que ocurriera.
Después
de la cena, con el postre de buñuelos crujientes espolvoreados de azúcar y
canela, y el atole espeso y cálido que dejaba un rastro cremoso en los labios,
todos se levantaron con una lentitud deliberada, como si el aire mismo se
hubiera vuelto más denso. Pasaron a la sala principal, donde la chimenea ardía
con fuerza, proyectando un resplandor anaranjado sobre los cuerpos. Se
acomodaron en los sofás amplios de piel suave y en la alfombra gruesa de lana
que invitaba a descalzarse, frente al fuego que crepitaba y lanzaba chispas
ocasionales. Las luces del árbol parpadeaban en ciclos hipnóticos —rojo
intenso, verde profundo, dorado cálido—, creando sombras danzantes que se
deslizaban por las curvas de los cuerpos, resaltando pechos, caderas y, sobre
todo, aquellos culos voluptuosos que ya dominaban la noche. El ambiente era
íntimo, cargado de un calor que no provenía solo del fuego: respiraciones más
pesadas, pieles ligeramente sudorosas, un aroma mezclado de perfume, tequila y
deseo creciente.
Valeria,
con los ojos brillantes por el alcohol y la excitación, propuso un juego de
regalos con bromas picantes que todos aceptaron de inmediato, aunque nadie
prestó demasiada atención a las reglas. Pronto, el juego quedó olvidado.
Isabella se levantó con gracia felina para servir más ponche, consciente de
cada mirada que la seguía. Al inclinarse sobre la mesa baja frente a la
chimenea, su trasero colosal se convirtió en el centro absoluto del universo
familiar: los leggings negros, estirados al límite, marcaban cada detalle con
una precisión obscena. La costura central se hundía profundamente en la
división oscura y húmeda entre los hemisferios; las nalgas le temblaban con
cada pequeño movimiento, la carne pesada ondulando como olas lentas, suave y
cálida, invitando a ser tocada, apretada, devorada. El fuego iluminaba la curva
inferior donde la nalga se unía al muslo, mostrando la piel tersa que brillaba
ligeramente por el sudor.
Diego,
incapaz de contenerse más, se acercó por detrás y la tomó firmemente por la
cintura, sus dedos clavándose en la carne blanda de las caderas.
—Ven
aquí, mi amor. Todos quieren ver mejor este culo monstruoso que traes —susurró
con voz ronca, mientras sus manos bajaban sin pudor, amasando abiertamente
aquellas masas carnosas que se desbordaban entre sus dedos. Sentía el calor
irradiando de la piel, la suavidad aterciopelada, el leve temblor que respondía
a cada apretón.
Isabella
gimió en voz baja, un sonido gutural que recorrió la sala como una corriente
eléctrica, arqueando la espalda para ofrecer más, sintiendo cómo su propia
humedad comenzaba a empapar la tela entre sus piernas.
—Diego…
me estás poniendo tan caliente frente a todos… siento sus miradas quemándome el
culo —jadeó, empujando hacia atrás contra las manos de su novio.
—Y nos
estás poniendo duros a todos —agregó Marco con voz grave, ajustándose
abiertamente los pantalones donde su erección ya era evidente, el bulto marcado
contra la tela—. Este culo enorme temblando así… es imposible no imaginarlo
rebotando sobre uno.
Valeria,
excitada por la escena y por el calor que sentía entre sus propios muslos, se
levantó y se colocó detrás de Laura, que estaba sentada en el sofá con las
piernas ligeramente abiertas, el vestido rojo subido apenas.
—Suegra,
después de tanto cocinar, merece un masaje —dijo con voz sedosa, colocando las
manos primero en los hombros tensos de Laura, pero descendiendo rápidamente por
la espalda curvada hasta posarse con decisión en las nalgas enormes y maduras.
Sus dedos se hundieron en la carne abundante, sintiendo la suavidad cálida, la
firmeza subyacente, el leve temblor que respondía a cada presión.
Laura
suspiró profundamente, cerrando los ojos un instante mientras un escalofrío de
placer le recorría la espina dorsal hasta concentrarse entre las piernas.
—Ahí…
justo en mis pompas grandes. Amasa más fuerte, Valeria… —Gimió, arqueando la
espalda para ofrecer más acceso, sintiendo cómo la tela del vestido se arrugaba
y la tanga se hundía más entre sus glúteos.
Valeria
obedeció con entusiasmo, separando los glúteos bajo el vestido con manos
firmes, frotando en círculos lentos, haciendo que la carne pesada se moviera en
ondas hipnóticas, el calor y la humedad creciente palpable incluso a través de
la tela.
Javier
observaba la escena con la respiración agitada y entrecortada, su erección
palpitando dolorosamente contra los pantalones, la punta ya húmeda de
anticipación.
—¿Te
gusta ver cómo mi esposa manosea el culo gordo y carnoso de mamá, papá?
—preguntó Marco con voz ronca y cargada de lujuria, sus ojos fijos en las manos
de Valeria hundidas en la carne de Laura.
Javier
solo pudo asentir, la garganta seca.
—Es…
increíble. Laura, tu culo siempre me ha vuelto loco… tan grande, tan suave, tan
perfecto para apretar y follar —confesó, acercándose más.
Sofía,
completamente excitada por la escena, con los pezones duros marcándose bajo la
blusa y una humedad caliente entre las piernas, se puso de pie lentamente. Se
quitó el suéter con movimientos sensuales, dejando que la tela rozara sus
pechos erectos antes de caer al suelo, quedando en una blusa ajustada que
apenas contenía sus formas. Luego se acercó al sofá central, se colocó a cuatro
patas con gracia felina, apoyando los codos en el respaldo y arqueando la
espalda al máximo para ofrecer su culo amplio y juvenil en toda su gloria, la
falda subiéndose hasta la cintura.
—¿Quieren
tocar el mío también? Sepárenlo bien… vean lo que hay dentro, miren cómo está
de mojado ya —invitó con voz temblorosa de deseo, moviendo ligeramente las
caderas para que sus glúteos rebotaran suavemente.
Camila,
incapaz de quedarse atrás, se paró frente al grupo con una sonrisa traviesa.
Desabrochó sus pantalones con lentitud deliberada, bajándolos centímetro a
centímetro, revelando poco a poco las bragas rojas diminutas que apenas
contenían sus nalgas en forma de corazón perfecto. La tela se deslizaba por la
piel suave, dejando al descubierto la curva inferior, la carne temblando al
liberarse. Se giró lentamente, inclinándose hacia adelante con las piernas
separadas.
—Miren
mi culo… díganme si les gusta de verdad. ¿Qué quieren hacer con él? ¿Apretarlo?
¿Lamerlo? ¿Follarlo hasta que grite? —preguntó con voz ronca, separando
ligeramente las piernas para que todos vieran cómo la tela de la tanga se
hundía entre sus glúteos húmedos.
Laura,
completamente entregada a las caricias de Valeria que ahora rozaban
peligrosamente cerca de su coño, se levantó el vestido hasta la cintura con un
movimiento fluido, exponiendo sus nalgas maduras y monumentales en una tanga
negra que desaparecía por completo entre la carne abundante y cálida. Los
glúteos brillaban ligeramente por el sudor, temblando con cada respiración
acelerada.
Javier
se acercó por detrás sin poder contenerse más, arrodillándose reverente,
besando la piel cálida y suave, lamiendo con lengua ávida la curva donde la
nalga se unía al muslo, saboreando el leve sabor salado del sudor mezclado con
perfume.
—Tu
culo es una obra maestra absoluta, Laura… tan carnoso, tan caliente… quiero
devorarlo entero, meter la lengua hasta el fondo —gimió contra la piel, sus
manos separando las nalgas para exponer todo.
Luego,
atraído irresistiblemente por la invitación de Sofía, se movió hacia su hija
mayor. Sus manos temblaban de deseo al posarse en aquellas nalgas jóvenes,
firmes y perfectas, separándolas lentamente con reverencia, admirando el ano
rosado y apretado que se contraía ligeramente, el coño depilado y brillante de
humedad abundante que goteaba ya por los muslos internos.
—Papá…
siempre supe que me mirabas el culo cuando me inclinaba… siempre quise que lo
tocaras así —susurró Sofía con voz entrecortada, empujando hacia atrás contra
las manos de su padre, sintiendo cómo su ano y su coño palpitaban de
anticipación.
Marco,
con la erección latiendo, posicionó a Valeria a cuatro patas junto a Laura,
subiéndole el vestido verde hasta descubrir su culo redondo y perfecto.
—Papá,
compara de verdad. El culo maduro, pesado y carnoso de mamá con el joven, firme
y perfecto de mi esposa —dijo con voz grave, mientras ambos hombres acariciaban
alternadamente, apretando con fuerza la carne que se desbordaba entre sus
dedos, separando para ver los anos rosados y húmedos, comparando texturas: la
suavidad aterciopelada y abundante de Laura contra la firmeza elástica y tensa
de Valeria, ambas temblando bajo las manos.
—Este
culo, nuera, es tan apretado al tacto… tan caliente, tan listo para ser abierto
—gemía Javier, hundiendo los dedos en la carne de Valeria mientras su mirada
volvía una y otra vez a las nalgas de su esposa y sus hijas, sabiendo que la
noche apenas comenzaba.
Isabella,
incapaz de quedarse atrás en el torbellino de deseo que ya envolvía la sala, se
unió a la fila improvisada de mujeres que ofrecían sus culos como un altar
prohibido. Diego, con los ojos oscurecidos por la lujuria y la respiración
agitada, se colocó detrás de ella con urgencia animal. Sus manos temblorosas
bajaron hasta los leggings negros, ya tensos al límite, y los arrastraron hacia
abajo con un tirón impaciente. La tela se deslizó lentamente por las caderas
anchas, revelando centímetro a centímetro la piel suave y ligeramente
bronceada, hasta que los leggings cayeron al suelo alrededor de sus tobillos.
Quedó solo en una tanga negra diminuta, una tira fina de encaje que desaparecía
por completo entre las nalgas inmensas, incapaz de contener tanta carne
voluptuosa. Su culo era una visión abrumadora: dos nalgas colosales, pesadas y
redondas, que temblaban con cada respiración profunda, la carne suave y cálida
desbordándose generosamente por los lados de la tanga, creando ondas hipnóticas
que parecían moverse con vida propia. El fuego de la chimenea iluminaba la
piel, haciendo que brillara con un leve sudor de excitación, y la profunda
hendidura central guiñaba ligeramente con cada contracción involuntaria de sus
músculos. Todos jadearon al unísono, un sonido colectivo de deseo crudo que
llenó la sala: bocas entreabiertas, ojos fijos, erecciones palpitando con más
fuerza.
Laura,
con la humedad ya empapando su tanga y los pezones duros como piedras bajo el
vestido levantado, extendió la mano temblorosa y apretó una de aquellas nalgas
gigantes con avidez. Sus dedos se hundieron en la carne blanda y caliente,
sintiendo cómo se desbordaba entre ellos, la suavidad aterciopelada que
contrastaba con la firmeza profunda.
—Isabella…
tu culo es monstruoso, absolutamente monstruoso —susurró Laura con voz ronca y
cargada de admiración lasciva—. Tan grande, tan suave, tan carnoso… quiero
hundir mi cara entera entre esas nalgas, lamer cada centímetro hasta perderme
en ti.
Isabella
sintió un escalofrío violento recorrerle la espina dorsal hasta concentrarse en
su ano y su coño, que palpitaban húmedos. Separó las piernas lentamente,
abriéndose más, arqueando la espalda para ofrecer todo.
—Tócalo
todo, suegra… tócalo sin miedo. Méteme los dedos en el ano si quieres, ábrelo,
prepáralo… estoy tan mojada ya —gimió, empujando hacia atrás contra la mano de
Laura, haciendo que la nalga temblara con más intensidad.
Camila
y Sofía, presas de la misma fiebre, se acercaron la una a la otra en el centro
de la sala, frente a todos los ojos hambrientos. Sus cuerpos se pegaron con
urgencia, pechos presionándose, caderas chocando. Se besaron con una pasión
desenfrenada, lenguas entrelazándose húmedas y calientes, mordiéndose los
labios, gimiendo dentro de la boca de la otra mientras saliva se escapaba por
las comisuras. Sus manos, al mismo tiempo, bajaron con avidez a amasar los
glúteos de la hermana: dedos clavándose en la carne firme, separando, frotando,
sintiendo el calor y la suavidad heredada, la humedad que ya goteaba por los
muslos internos.
—Siempre
quise lamerte el culo, hermana… meter mi lengua profunda en tu ano mientras te
retuerces —confesó Camila entre besos salvajes, mordiendo con fuerza el labio
inferior de Sofía hasta hacerla jadear.
—Y yo
quiero que me abras el ano con tu lengua mientras me follan duro, que me
prepares para sus vergas —respondió Sofía gimiendo alto, sus nalgas temblando
bajo las manos de Camila, su coño contrayéndose de anticipación.
Diego,
completamente perdido en la lujuria, se desabrochó los pantalones con manos
torpes por la excitación. Sacó su pene erecto, grueso y palpitante, la punta ya
brillante de líquido preseminal. Lo presionó con fuerza contra las nalgas
amplias y firmes de Sofía, deslizándolo entre la carne caliente, sintiendo cómo
los glúteos lo envolvían parcialmente.
—¿Puedo
follarte, hermana? Quiero sentir cómo tu culo me aprieta la verga hasta
ordeñarme —preguntó con voz quebrada, embistiendo suavemente entre las nalgas
sin penetrar aún.
Sofía
empujó hacia atrás con fuerza desesperada, atrapando el pene entre sus glúteos,
frotándose contra él.
—Fóllame
ya, Diego… métemela toda en mi coño primero, hazme gritar, luego en el culo
hasta que no pueda más —suplicó, su voz un gemido ronco mientras su ano se
contraía visiblemente de deseo.
El
punto de no retorno llegó como una ola inevitable. Las prendas restantes
volaron en todas direcciones: vestidos arrancados con impaciencia, blusas
tiradas al suelo, tangas deslizadas por muslos temblorosos, pantalones y boxers
cayendo. Los cuerpos se desnudaron por completo bajo las luces parpadeantes del
árbol navideño, piel brillando con un sudor fino de anticipación, pezones
erectos, coños depilados y húmedos goteando, penes duros y venosos palpitando
al aire. El aroma a sexo se mezclaba con el pino y la canela, un perfume denso
y embriagador que hacía que todos respiraran más profundo, más rápido. Ya no
había vuelta atrás: la familia entera, desnuda y expuesta, se entregaba al
deseo prohibido que había estado creciendo durante años, lista para adorar,
lamer, penetrar y ser penetrada en una noche que cambiaría todo para siempre.
Javier,
con el pene grueso y venoso palpitando de deseo contenido durante toda la
noche, no pudo aguantar más. Se posicionó detrás de Laura, que ya estaba a
cuatro patas en la alfombra gruesa, las nalgas enormes y maduras abiertas
ligeramente por sus propias manos temblorosas. La punta de su miembro rozó
primero la entrada húmeda y caliente del coño de su esposa, deslizándose entre
labios hinchados y brillantes de jugos, antes de hundirse de un solo empujón
profundo con un gemido animal que salió desde lo más hondo de su pecho. Laura
gritó de placer al sentirse llena por completo, las paredes internas
contrayéndose alrededor de la verga dura como hierro. Javier comenzó a embestir
con fuerza salvaje, retirándose casi por completo para volver a clavarse hasta
el fondo, viendo hipnotizado cómo las nalgas monumentales de Laura ondulaban en
ondas perfectas y carnosas, la carne pesada temblando violentamente con cada
impacto, chocando contra su pelvis con sonidos húmedos y obscenos que resonaban
en la sala junto al crepitar de la chimenea. Cada golpe hacía que los glúteos
se separaran y volvieran a unirse, la piel enrojecida por el roce, el sudor
haciendo que brillaran bajo las luces parpadeantes del árbol.
—Así…
más duro, Javier, por favor —suplicaba Laura con voz rota por los gemidos,
arqueando la espalda al máximo, empujando hacia atrás para recibir cada
embestida más profundo—. Haz que mis pompas enormes reboten contra tu verga
gruesa… fóllame como a una perra en celo, destroza mi coño hasta que no pueda
caminar.
Al
lado, apenas a un metro, Marco había colocado a Valeria en la misma posición,
sus nalgas redondas y perfectas elevadas como una ofrenda. Su pene, erecto y
brillante de líquido preseminal, se hundió primero en el coño apretado y
empapado de su esposa, pero pronto pasó al ano, dilatado ya por dedeos previos. Las manos de Marco se
clavaban con fuerza en aquellas nalgas firmes y elásticas, dejando marcas rojas
en la piel tersa mientras embestía sin piedad, viendo cómo la carne se
deformaba y rebotaba con cada choque.
—Mira
cómo tu culo gordo y perfecto se traga mi verga entera hasta la base… rebota
más, mi puta cachonda, apriétame con ese ano caliente —gruñía Marco, acelerando
el ritmo hasta que los sonidos de carne contra carne llenaban el aire.
Valeria
giraba la cabeza por encima del hombro, ojos lujuriosos y vidriosos por el
placer, el cabello pegado a la frente por el sudor.
—¿Te
gusta follarme el culo así, marido? ¿Sentir cómo te ordeño con mis nalgas, cómo
mi ano te aprieta y te succiona hasta sacarte toda la leche? —jadeaba,
contrayendo deliberadamente los músculos para intensificar la sensación.
Diego,
perdido en su propia lujuria, alternaba con frenesí entre Isabella y Camila.
Primero se hundía en el coño de su novia, embistiendo vaginalmente con fuerza
brutal, viendo cómo su trasero colosal absorbía cada golpe: la carne inmensa
temblando violentamente en ondas que recorrían desde la cintura hasta los
muslos, los glúteos separándose y chocando con sonidos húmedos, el sudor y los
jugos salpicando ligeramente. Isabella gritaba con cada penetración profunda,
su ano contrayéndose visiblemente de deseo.
—Tu
culo inmenso es una maravilla absoluta… me aprieta tanto la verga, Isabella,
siento cómo me succionas… voy a correrme dentro pronto, llenarte hasta que
rebose —gemía Diego, clavando los dedos en la carne abundante.
Luego,
sin pausa, pasaba a Camila, penetrándola analmente de inmediato: la punta de su
pene, lubricada por los jugos de Isabella, empujaba contra el ano rosado y
apretado de su hermana hasta abrirlo lentamente, centímetro a centímetro, hasta
hundirse por completo en esa calidez estrecha y palpitante.
—Hermana,
tu culo en forma de corazón me vuelve completamente loco… gime como puta que
mientras te abro el ano, mientras te estiro hasta el límite —gruñía
Diego, embistiendo con ritmo creciente.
Camila
gritaba de placer puro, lágrimas de éxtasis en los ojos, empujando hacia atrás
para recibir más.
—Fóllame
el culo más profundo, Diego… estírame como nunca, rómpeme el ano con tu verga
gruesa.
Sofía se convirtió en el centro absoluto de la vorágine, el foco irresistible de todos los deseos prohibidos que ardían en la sala. Su trasero amplio y juvenil, esa carne firme pero increíblemente suave que temblaba con cada roce, cada palmada, cada aliento caliente, era adorado por manos, lenguas y miradas que no podían apartarse. Todos querían tocarla, lamerla, penetrarla, poseer aunque fuera un instante esa curva perfecta que heredaba lo mejor de su madre, pero con la elasticidad y lozanía de sus veintiocho años.
Laura,
aún temblando por los orgasmos intensos que Javier le había arrancado momentos
antes —sus muslos internos brillando de jugos, el ano y el coño palpitando
aún—, gateó con dificultad sobre la alfombra, el cuerpo pesado por el placer
que la había dejado casi sin fuerzas. Se deslizó lentamente debajo de su hija
mayor hasta colocarse boca arriba, con la cabeza entre las piernas abiertas de
Sofía y su propio cuerpo extendido en dirección opuesta, formando una perfecta
posición de 69 invertida: los rostros de madre e hija alineados frente a los
sexos del otro, los cuerpos superpuestos en paralelo pero en sentidos
contrarios, pechos rozando vientres, muslos enmarcando cabezas. Laura alzó
ligeramente la barbilla y su boca ascendió con avidez hasta el coño depilado y
completamente empapado de Sofía, los labios mayores hinchados y separados,
brillantes de una humedad abundante que goteaba en hilos finos. Su lengua se
abrió paso entre los pliegues calientes, lamiendo de abajo hacia arriba con
movimientos largos y lentos al principio, saboreando el sabor dulce y salado de
su propia hija, succionando luego el clítoris endurecido y prominente como si
fuera un pequeño fruto maduro, alternando chupadas fuertes con círculos rápidos
que hacían que Sofía se estremeciera entera.
Al
mismo tiempo, desde atrás, Javier se arrodillaba con las piernas separadas
sobre la cabeza de Laura, su pene grueso y cubierto de venas latiendo de
excitación. Apuntó la punta brillante de líquido preseminal directamente al
coño de Sofía, que se abría invitante justo encima del rostro de su esposa. Con
un gruñido profundo, empujó hacia adelante y penetró vaginalmente a su hija con
embestidas salvajes y profundas desde el primer momento: la verga entrando y
saliendo a un ritmo feroz, cubierta cada vez más de jugos cremosos y brillantes
que salpicaban ligeramente el rostro de Laura debajo. Cada choque de la pelvis
de Javier contra las nalgas amplias de Sofía hacía que todo el cuerpo de la
joven se sacudiera hacia adelante, presionando su coño con más fuerza contra la
boca de su madre, permitiendo que Laura lamiera no solo los labios y el
clítoris, sino también el punto donde la verga de su esposo entraba y salía,
probando ocasionalmente el sabor mezclado de ambos en su lengua.
Sofía,
atrapada en esta doble estimulación prohibida —la lengua experta y amorosa de
su madre devorándola por debajo, la verga gruesa de su padre abriéndola y
golpeando su punto más sensible por detrás—, gritaba de placer sin control, las
nalgas temblando violentamente con cada embestida, los muslos internos
temblando alrededor de la cabeza de Laura.
—Mamá…
lame más hondo, méteme la lengua entera mientras papá me destroza… chúpame el
clítoris fuerte, bébelo todo mientras él me folla como a una zorra —suplicaba entre jadeos, bajando las caderas
para presionar más contra la boca de Laura, mientras empujaba hacia atrás para
recibir cada golpe de Javier hasta el fondo.
Valeria,
gateando hasta ellas, frotaba sus propias nalgas redondas y sudorosas contra
las de Sofía, creando una fricción resbaladiza y deliciosa entre glúteos
aceitados por el sudor y los fluidos, piel contra piel caliente, carne
temblando en contacto constante.
—Siente
mis pompas contra las tuyas, Sofía… estamos tan mojadas, tan cachondas, tan
listas para que nos follen toda la noche —gemía Valeria, moviendo las caderas
en círculos para intensificar el roce.
Isabella,
consumida por un deseo ardiente de tomar el control absoluto, se posicionó con
lentitud deliberada sobre Marco, que yacía boca arriba en la alfombra, el
rostro vuelto hacia arriba y los ojos fijos en la visión que descendía sobre
él. Con las rodillas flexionadas a ambos lados de su cabeza, bajó las caderas
poco a poco, dejando que sus nalgas monumentales —esas dos masas carnosas,
pesadas y redondas— se acercaran cada vez más hasta posarse por completo sobre
su cara. La carne suave, caliente y abundante lo envolvió de inmediato: las
nalgas inmensas se extendieron sobre sus mejillas, cubriendo desde la frente
hasta la barbilla, presionando con un peso delicioso y asfixiante que lo
sumergió en una oscuridad cálida y perfumada a sudor, deseo y piel femenina. La
profunda hendidura central se acomodó perfectamente sobre su nariz y boca, el
ano rosado y húmedo rozando directamente sus labios, mientras la carne
temblorosa de los glúteos se aplastaba contra sus orejas y sienes, bloqueando
casi todo el sonido exterior y dejando solo el latido acelerado de su propio
corazón y los gemidos ahogados de Isabella arriba.
Marco jadeaba bajo aquel peso exquisito, el aire escaso llegando en bocanadas cortas y calientes entre la carne que lo aprisionaba. Su lengua salió instintivamente, buscando con avidez, penetrando vorazmente el ano apretado y húmedo de Isabella que se contraía ligeramente ante cada contacto. Lamía profundo, con movimientos largos y ansiosos, saboreando cada pliegue, cada textura interna caliente y resbaladiza, mientras sus manos subían para separar aún más aquellos hemisferios colosales, abriendo apenas un espacio mínimo que le permitía respirar entre lamidas desesperadas, inhalando el aroma intenso y embriagador de su excitación. Isabella se mecía lentamente arriba, bajando y subiendo las caderas en círculos suaves para frotar su ano y su coño empapado contra la boca y la nariz de Marco, controlando el ritmo, decidiendo cuándo permitirle aire y cuándo hundirlo de nuevo en la carne abundante.
—Así,
cuñado… lame más adentro, méteme la lengua hasta el fondo mientras mis nalgas
te aplastan la cara —gemía Isabella con voz autoritaria y temblorosa de placer,
apretando deliberadamente los glúteos para intensificar la presión, haciendo
que la carne se cerrara aún más alrededor de él, ahogándolo en una suavidad
absoluta mientras su propio placer crecía con cada movimiento.
Pronto,
impulsados por una sincronía instintiva y animal que parecía haber estado
esperando años para liberarse, todos se movieron al mismo tiempo sobre la
alfombra mullida, formando una cadena extensa, circular y profundamente
pervertida que ocupaba casi todo el centro de la sala. Los cuerpos se alinearon
en un círculo perfecto, cada uno conectado al siguiente por boca, dedos o
verga, uniendo placer y tabú en un flujo continuo de gemidos, fluidos y carne
temblorosa bajo las luces parpadeantes del árbol navideño.
Javier,
de rodillas detrás de Laura, había cambiado al ano de su esposa: su pene grueso
y lubricado por los jugos previos empujó con decisión contra el anillo rosado y
ya dilatado, abriéndolo lentamente hasta hundirse por completo en esa calidez
apretada y madura. Embistió con brutalidad creciente, retirándose casi hasta la
punta para volver a clavarse hasta la base, haciendo que las nalgas enormes y
pesadas de Laura temblaran en ondas interminables, la carne ondulando como olas
de gelatina caliente, enrojecida por los impactos, separándose y chocando con
sonidos húmedos y resonantes que se mezclaban con sus propios gritos ahogados.
Cada penetración profunda hacía que el cuerpo entero de Laura se sacudiera
hacia adelante, presionando su rostro con más fuerza contra el sexo de Valeria.
Laura tenía la boca completamente pegada al coño y ano de Valeria, los labios mayores hinchados y brillantes de excitación abierta frente a ella. Su lengua se hundía con avidez desesperada, lamiendo de abajo hacia arriba en trazos largos que recogían los jugos abundantes que goteaban sin parar, succionando el clítoris endurecido con fuerza rítmica mientras introducía dos dedos en el ano de su nuera, abriéndolo y curvándolos para masajear las paredes internas. El sabor intenso y salado de Valeria llenaba su boca, mezclado con el aroma fuerte del deseo colectivo, y cada embestida que recibía por detrás la empujaba a lamer con más furia.
Valeria,
a cuatro patas y temblando de placer doble, devoraba con lengua experta y
hambrienta el coño y ano de Sofía. Su boca cubría toda la zona, alternando
entre chupadas profundas al clítoris hinchado, lamidas largas que recorrían
desde el perineo hasta el ano y penetraciones rápidas con la lengua dentro del
orificio rosado y palpitante. Al mismo tiempo, introducía tres dedos en el coño
empapado de Sofía, curvándolos para golpear el punto sensible mientras su
pulgar frotaba el clítoris en círculos rápidos. Los jugos de Sofía corrían por
su barbilla y cuello, y cada vez que Javier embestía a Laura, la cadena
transmitía el impulso hasta hacer que Valeria presionara más contra su
objetivo.
Sofía,
con el rostro enterrado entre las nalgas en forma de corazón perfecto de
Camila, tenía la lengua hundida hasta el fondo en el ano de su hermana menor.
Lamía con pasión frenética, entrando y saliendo en movimientos rápidos mientras
sus manos separaban los glúteos firmes para abrir más el acceso, saboreando la
textura interna caliente y resbaladiza. Con una mano libre, masturbaba el coño
de Camila: dedos deslizándose entre labios hinchados, frotando el clítoris con
presión constante y penetrando alternadamente para recoger más jugos que luego
lamía de sus propios dedos. Los gemidos de Camila vibraban contra su boca, y
cada sacudida de la cadena hacía que Sofía se hundiera más profundo.
Camila,
arqueada y temblorosa, lamía con pasión descontrolada el ano y coño de
Isabella. Su lengua trazaba círculos amplios alrededor del anillo anal antes de
penetrarlo con fuerza, abriéndolo más con cada embestida mientras dos dedos se
hundían en el coño empapado de la novia de su hermano, curvándose para masajear
las paredes internas. Los jugos de Isabella corrían abundantes por su rostro,
goteando hasta su pecho, y sus manos separaban los glúteos colosales para
permitir un acceso total, sintiendo cómo la carne pesada temblaba contra sus
mejillas.
Diego
cerró el círculo con una furia posesiva: se puso de rodillas detrás de
Isabella, su verga gruesa empezó a entrar y salir del ano colosal con fuerza
brutal y ritmo implacable. Cada embestida hacía que los glúteos inmensos
temblaran violentamente, la carne ondulando en círculos concéntricos que
parecían no terminar nunca, separándose para mostrar cómo el anillo anal se
estiraba al máximo alrededor de su grosor antes de cerrarse de nuevo al
retirarse. Los sonidos húmedos y obscenos —chops resonantes, squelches de
lubricación natural y saliva— llenaban la sala junto con los gemidos de
Isabella, que se transmitían a través de la cadena hasta volver al principio.
Diego clavaba los dedos en la carne abundante, dejando marcas rojas, mientras
sentía cómo el ano de Isabella lo apretaba y succionaba con cada movimiento.
Todos
gemían en un coro continuo y descontrolado de placer prohibido: voces graves y
roncas de los hombres mezcladas con los gritos agudos y jadeos femeninos,
palabras sucias y suplicantes que se superponían, cuerpos sudorosos chocando,
fluidos salpicando la alfombra. Las luces navideñas parpadeaban sobre pieles
brillantes, proyectando sombras danzantes de nalgas temblorosas, lenguas
hundidas y vergas entrando y saliendo, convirtiendo la sala en un altar vivo de
incesto y lujuria absoluta donde nadie quería que la cadena se rompiera jamás.
—Fóllenme
el culo todos esta noche… por favor, todos —gritaba Isabella con voz quebrada
por el placer y la urgencia, el cuerpo entero temblando en espasmos
incontrolables—. Quiero sentir vergas gruesas y lenguas calientes en mi ano una
y otra vez; ábranme hasta el límite,
llénenme, rómpanme, no paren nunca.
Sus
palabras resonaron en la sala como un mandato irresistible, un eco que hizo que
todos los penes palpitaran con más fuerza y los coños se contrajeran de
anticipación. Isabella se arqueaba con violencia, empujando las caderas hacia
atrás, sus nalgas colosales temblando en ondas que parecían no terminar, el ano
dilatado guiñando húmedo y brillante bajo las luces navideñas.
Entonces,
como obedeciendo una señal silenciosa, las cinco mujeres se alinearon en una
fila perfecta sobre la alfombra mullida, todas a cuatro patas, rodillas
separadas y espaldas arqueadas al máximo para ofrecer sus culos en una
exposición gloriosa, variada y absolutamente obscena. La visión era abrumadora:
cinco pares de nalgas distintas, cada una con su propia perfección, alineadas
en orden descendente de edad, brillando de sudor, jugos y saliva bajo el
resplandor cálido de la chimenea y las luces parpadeantes del árbol.
Laura encabezaba la fila, sus nalgas maduras, pesadas y voluptuosas temblando ligeramente incluso en reposo. La carne abundante se extendía hacia los lados, marcada por huellas rojas de manos y dientes, el ano dilatado y enrojecido por las embestidas previas de Javier, aún abierto y palpitante, goteando una mezcla de lubricación natural y semen que resbalaba lentamente por el perineo hasta el coño hinchado debajo.
A su
lado, Valeria ofrecía glúteos perfectos, redondos y altos, la piel tersa
brillando con una capa fina de jugos que corrían desde su coño depilado hasta
la parte inferior de las nalgas. El ano rosado se contraía rítmicamente,
invitando, mientras la carne firme pero elástica temblaba apenas con cada
respiración profunda.
Sofía
seguía, su culo amplio y juvenil separado deliberadamente por sus propias
manos: los glúteos se abrían mostrando todo sin pudor, el ano rosado y húmedo
guiñando con anticipación, el coño depilado completamente empapado y goteando
hilos transparentes que caían sobre la alfombra. La piel pálida contrastaba con
las marcas rojas de palmadas recientes, y cada pequeño movimiento hacía que la
carne rebotara con una elasticidad envidiable.
Camila
presentaba su forma de corazón perfecta, las nalgas altas y llenas elevándose
con arrogancia, la hendidura profunda y oscura entre ellas brillando de saliva
y jugos. Su ano rosado, pequeño y apretado aún, guiñaba nerviosamente, rodeado
de piel suave que invitaba a ser lamida y abierta. La carne se desbordaba
ligeramente por los lados cuando apoyaba más peso en las rodillas, creando una
curva irresistible.
Isabella
cerraba la fila, dominando completamente la vista: su culo colosal, inmenso y
desproporcionado, ocupaba casi el doble de espacio que los demás. Los glúteos
pesados y redondos temblaban constantemente; incluso en quietud, la carne
desbordante caía hacia los lados y hacia abajo por su propio peso, marcada por
huellas profundas de dedos. El ano dilatado por las penetraciones previas se
abría y cerraba visiblemente, brillante de saliva y lubricación, rodeado de
pliegues húmedos que prometían una calidez abrumadora.
Los
tres hombres —Javier, Marco y Diego— se colocaron detrás de la fila, de
rodillas, penes erectos y palpitantes apuntando hacia adelante, cubiertos de
venas y brillantes de fluidos previos. Recorrieron la fila con una lentitud
tortuosa, deliberada, como si quisieran grabar cada detalle en la memoria antes
de actuar.
Javier
empezó con Laura, su esposa, hundiendo su verga gruesa primero en el coño
maduro y empapado de ella, sintiendo cómo las paredes internas lo acogían con
calidez conocida, pero ahora intensificada por el tabú colectivo. Embistió
varias veces vaginalmente, lento y profundo, viendo cómo las nalgas pesadas se
separaban con cada entrada, la carne temblando en ondas lentas y pesadas.
Luego, sin prisa, retiró su pene cubierto de jugos cremosos y lo posicionó
contra el ano dilatado de Laura, empujando con firmeza hasta hundirse por
completo en esa calidez apretada y experimentada, gimiendo al sentir cómo el
anillo anal lo succionaba.
Marco y
Diego seguían el mismo ritmo tortuoso, moviéndose en paralelo: primero
penetrando vaginalmente a Valeria y Sofía, respectivamente, luego pasando al
ano con empujones lentos que hacían gritar a las mujeres de placer anticipado.
Luego
avanzaron un paso. Javier pasó a Valeria, penetrándola analmente de inmediato:
su verga abriendo el ano perfecto y firme de su nuera, sintiendo la resistencia
inicial seguida de una succión deliciosa, los glúteos redondos temblando con
cada embestida profunda. Marco tomó a Laura analmente, gimiendo al hundirse en
el ano maduro y abundante de su madre. Diego se colocó detrás de Sofía,
penetrándola primero vaginalmente y luego pasando al ano juvenil y amplio con
movimientos largos y tortuosos.
La fila
entera gemía y se sacudía en sincronía: cada vez que un hombre embestía, la
mujer correspondiente empujaba hacia adelante, transmitiendo el movimiento a la
siguiente, haciendo que todas las nalgas temblaran en cadena, una ola de carne
voluptuosa que recorría la línea de cinco culonas expuestas. Los sonidos
—gemidos femeninos agudos, gruñidos masculinos graves, chops húmedos de carne
contra carne, squelches obscenos de penetraciones anales— se mezclaban con el
crepitar de la chimenea y el tintineo lejano de las luces del árbol, creando
una sinfonía navideña pervertida y absoluta.
Los hombres continuaban avanzando lentamente, cambiando de mujer cada pocos minutos, probando cada ano y cada coño, comparando texturas, apreturas, temblores: la madurez suave de Laura, la perfección elástica de Valeria, la amplitud juvenil de Sofía, la forma de corazón apretada de Camila, y finalmente el colosal calor abrumador de Isabella, cuyo ano dilatado acogía cada verga como un guante caliente y succionante, haciendo que los hombres gimieran de placer puro al hundirse en tanta carne temblorosa.
La fila
se mantenía firme, las mujeres arqueadas y ofreciendo todo sin reservas, anos y
coños palpitando, nalgas temblando en anticipación constante, mientras los
hombres recorrían una y otra vez la exposición gloriosa, penetrando,
retirándose, cambiando, en un ritual lento y tortuoso que prometía durar hasta
que ninguno pudiera sostenerse en pie.
—Tu
culo, nuera, es tan apretado… tan caliente y resbaladizo… me ordeñas la verga
como una puta profesional, Valeria —gruñía Javier con voz grave y entrecortada,
los ojos fijos en cómo su pene grueso entraba y salía del ano perfecto de su
nuera. Cada embestida hacía que los glúteos redondos y firmes de Valeria se
separaran ligeramente, revelando el anillo rosado estirado al máximo alrededor
de su grosor, succionando con fuerza cada vez que se retiraba. La piel tersa
brillaba de sudor y jugos, temblando en ondas controladas pero intensas, la
carne enrojecida por el roce constante y las palmadas previas.
Valeria
empujaba hacia atrás con desesperación, arqueando la espalda hasta el límite,
sintiendo cómo la verga de su suegro la llenaba por completo, golpeando
profundidades que la hacían jadear. El placer era una mezcla ardiente de dolor
y éxtasis, el ano palpitando alrededor del miembro invasor.
—Fólleme
el ano más duro, suegro… más profundo, rómpame —suplicaba con voz ronca y
temblorosa, los muslos internos brillando de humedad—. Llénelo de leche
caliente, córrase dentro hasta que me rebose… quiero sentir cómo me inunda.
Marco,
incapaz de resistir más la visión de su madre expuesta, se colocó detrás de
Laura y probó su ano maduro y abundante. La punta de su pene rozó primero el
anillo dilatado y húmedo, aún abierto por las penetraciones anteriores, antes
de hundirse lentamente en esa calidez suave y experimentada. La carne pesada de
las nalgas de Laura se separaba con cada empujón, envolviendo la base de su
verga, temblando en ondas lentas y pesadas que hacían que todo su cuerpo se
sacudiera.
—Mamá… follarte el culo es el tabú más delicioso que he sentido en mi vida… tan suave, tan carnoso, tan prohibido —gemía Marco, acelerando el ritmo hasta embestir con fuerza, viendo cómo las nalgas maduras rebotaban contra su pelvis con sonidos húmedos y resonantes.
Laura
gritaba de placer puro, lágrimas de éxtasis rodando por sus mejillas, empujando
hacia atrás para recibir cada golpe hasta el fondo, sintiendo cómo su hijo la
abría de una forma que nunca había imaginado.
—Sí,
hijo… fóllame el ano como nunca, más fuerte, más profundo… soy tu perra esta
Navidad, tu puta personal… rómpeme el culo hasta que no pueda sentarme.
Diego,
con la respiración agitada y el pene latiendo de excitación, llegó hasta Sofía
y decidió penetrarla doble sin preámbulos. Primero hundió su verga gruesa en el
coño empapado y palpitante de su hermana, sintiendo cómo las paredes internas
lo apretaban con fuerza juvenil, jugos cremosos cubriendo cada centímetro al
entrar y salir. Al mismo tiempo, introdujo dos dedos lubricados en el ano
amplio y rosado de Sofía, curvándolos para masajear las paredes internas
mientras su pene golpeaba el punto sensible vaginal con embestidas rápidas y
profundas. Las nalgas de Sofía temblaban violentamente con la doble
estimulación, la carne firme rebotando en ondas que hacían que todo su cuerpo
se convulsionara.
—Hermana…
tu culo amplio me aprieta perfecto con los dedos… y tu coño me succiona como
loco —jadeaba Diego, acelerando ambos movimientos—. Voy a correrme en tu
interior… te voy a llenar el coño de tus sobrinos.
Sofía
gritaba sin control, el placer doble llevándola al borde del colapso, empujando
hacia atrás para sentir más.
Cada penetración en la fila iba acompañada de un ritual de adoración intensa: palmadas fuertes y resonantes que enrojecían la carne suave, dejando huellas de dedos que contrastaban con la piel pálida o bronceada; mordidas apasionadas que hundían dientes en los gluteos temblorosos, marcando con medias lunas rojas que provocaban gemidos más altos; lamidas profundas y prolongadas en las hendiduras expuestas, lenguas trazando desde el perineo hasta el ano dilatado, saboreando jugos y sudor; dedos explorando anos ya abiertos, introduciéndose hasta tres o cuatro a la vez, estirando, masajeando, preparando para la siguiente verga o simplemente provocando orgasmos que hacían que las mujeres se sacudieran en cadena.
Los
hombres rotaban constantemente, probando cada ano y cada coño con avidez
comparativa, comentando en gruñidos roncos las diferencias: la suavidad madura
y acogedora de Laura, la firmeza elástica y succionante de Valeria, la amplitud
juvenil y palpitante de Sofía, el corazón apretado y guiñante de Camila y,
finalmente, el colosal calor abrumador de Isabella. Las mujeres, por su parte,
gemían, suplicaban y empujaban hacia atrás, anos y coños palpitando en
sincronía, fluidos corriendo por muslos, la alfombra empapada, el aire denso de
aroma a sexo, sudor y placer prohibido que nadie quería que terminara jamás.
Valeria,
siempre la más creativa y audaz del grupo, alzó la voz con una sonrisa pícara
mientras su cuerpo aún temblaba por las penetraciones recientes, el ano
palpitante y los glúteos brillando de sudor.
—Traigan
el aceite de oliva virgen de la cocina… y también la crema batida que sobró del
postre —propuso con voz ronca y cargada de anticipación—. Vamos a lubricar
estos culos hasta que brillen como esculturas eróticas vivientes. Quiero que
resbalen tanto que ninguna verga encuentre resistencia.
Marco y
Diego corrieron casi tropezando hacia la cocina abierta, regresando en segundos
con dos botellas grandes de aceite de oliva dorado y frío, y varios envases de
crema batida espesa y blanca. El grupo entero se arrodilló alrededor de la fila
de mujeres, que seguían a cuatro patas, nalgas elevadas y temblando de
expectativa. Comenzaron a verter el aceite con generosidad: chorros gruesos y
lentos que caían directamente sobre las hendiduras profundas, resbalando por
los glúteos, empapando anos y coños, goteando hasta los muslos internos y
formando charcos brillantes en la alfombra. Las manos se hundieron en la carne
lubricada, masajeando con movimientos largos y circulares: dedos separando
hemisferios, pulgares frotando los anillos anales dilatados, palmas
deslizándose por la piel ahora resbaladiza y caliente. La crema batida se
añadió después, untada en capas gruesas y blancas sobre las nalgas, mezclándose
con el aceite dorado para crear un brillo cremoso y obsceno que reflejaba las
luces navideñas en destellos hipnóticos. Cada trasero relucía ahora como una
escultura erótica viva: la carne pesada de Laura cubierta de una capa brillante
que acentuaba cada onda; los glúteos perfectos de Valeria resbalando bajo los
dedos como seda aceitada; el amplio juvenil de Sofía temblando con cada masaje
profundo; el corazón apretado de Camila guiñando bajo la crema; y el colosal de
Isabella, una masa deslumbrante que parecía infinita, la crema y el aceite
corriendo por los pliegues y goteando abundantemente.
El
aceite hacía que cada nuevo golpe sonara más obsceno: palmadas resonantes que
producían chasquidos húmedos y salpicaduras; vergas entrando en anos con un
squelch profundo y resbaladizo, sin resistencia, deslizándose hasta el fondo en
un solo movimiento suave y brutal. Los cuerpos se movían con mayor facilidad,
la fricción convertida en un deslizamiento continuo y caliente que
intensificaba cada sensación.
Isabella,
la más grande y deseada en ese momento, fue levantada con cuidado y lujuria por
Javier y Diego juntos. Los dos hombres, con las manos ya resbaladizas por el
aceite y la crema, la tomaron firmemente por las caderas anchas y los muslos
gruesos, sintiendo cómo la piel lubricada se deslizaba bajo sus dedos mientras
alzaban con esfuerzo el peso delicioso y abundante de tanta carne voluptuosa.
Javier se recostó boca arriba sobre la alfombra mullida, las piernas
ligeramente separadas, su verga gruesa y venosa apuntando hacia el techo,
completamente erecta y brillante por la mezcla de aceite, crema batida y jugos
previos que la cubrían de la punta hasta la base.
Isabella
se colocó de rodillas a horcajadas sobre él, pero de espaldas a su rostro: sus
rodillas se abrieron ampliamente a ambos lados de las caderas de Javier, los
muslos internos rozando los costados del hombre mientras su trasero colosal
quedaba suspendido justo encima de la pelvis de él. Diego, desde atrás, guio
con manos firmes el descenso lento y controlado: primero, la punta hinchada y
lubricada del pene de Javier rozó el ano dilatado y resbaladizo de Isabella,
que palpitaba caliente y abierto por todo lo anterior. Luego, centímetro a
centímetro, Isabella bajó las caderas con deliberada lentitud, dejando que la
verga se hundiera en su interior con una facilidad obscena gracias al aceite
abundante que todo lo hacía deslizarse sin resistencia. El anillo anal, rosado
y brillante, se estiró al máximo alrededor del grosor invasor, tragando la
verga entera en un movimiento continuo y profundo hasta que la base quedó
completamente sepultada.
Las
nalgas colosales de Isabella descendieron por fin hasta aplastarse con todo su
peso contra la pelvis y el vientre de Javier: la carne pesada y caliente se
extendió sobre él como una manta viva, cubriendo sus caderas por completo,
desbordándose hacia los lados y hacia abajo, envolviendo sus muslos en una
presión suave y asfixiante. Javier quedó literalmente sepultado bajo aquel
trasero inmenso, la cara apenas visible por los lados, respirando el aroma
intenso de piel lubricada, crema y deseo mientras sentía el calor abrumador y
el temblor constante de la carne que lo cubría.
Isabella
comenzó a moverse entonces con un ritmo creciente y dominante: alzaba las
caderas lentamente hasta que solo la punta del pene quedaba dentro, el ano
estirado guiñando alrededor de ella, para luego bajar con fuerza controlada,
tragando la verga entera de nuevo en un solo golpe profundo. Cada descenso
hacía que los glúteos colosales chocaran contra la pelvis de Javier con sonidos
húmedos y resonantes —chap, chap, chap—, la crema batida y el aceite salpicando
ligeramente hacia los lados, las nalgas temblando en ondas violentas que
parecían no terminar nunca, la carne pesada rebotando y ondulando en círculos
hipnóticos. Javier gemía ahogado bajo el peso, las manos clavadas en los
costados de aquellas nalgas para intentar controlar el ritmo, sintiendo cómo el
ano de Isabella lo apretaba y succionaba con cada movimiento ascendente y
descendente, ordeñándolo sin piedad mientras ella controlaba completamente la
profundidad y la velocidad.
—Siente
cómo mi culo enorme te envuelve todo, suegro… cómo te traga hasta el fondo
—gemía Isabella con voz profunda y dominante, acelerando el rebote hasta que
las nalgas temblaban violentamente en ondas circulares—. Rebotaré hasta que
explotes dentro de mi ano… Quiero que me inundes, que me llenes hasta que
rebose tu leche caliente.
Diego,
de rodillas junto a ellos, lamía con avidez los glúteos colosales de Isabella
mientras ella subía y bajaba: lengua trazando las curvas lubricadas, lamiendo
la crema batida mezclada con aceite y sudor, hundiendo la cara entre los
hemisferios cuando se separaban ligeramente en el ascenso, succionando el
perineo y rozando con la lengua la base del pene de Javier cada vez que entraba
profundo. Sus manos separaban más la carne para abrir paso a su boca,
saboreando cada pliegue resbaladizo mientras Isabella gritaba de placer, el ano
contrayéndose alrededor de la verga de Javier con cada lamida de Diego.
El resto observaba hipnotizado, manos masturbándose lentamente o frotando sus propios sexos, esperando su turno para unirse al festín lubricado que prometía prolongarse hasta el amanecer.
Valeria
y Sofía, impulsadas por una excitación compartida y febril, se apilaron una
encima de la otra con movimientos coordinados y temblorosos. Sofía se colocó
primero a cuatro patas en la alfombra, las rodillas separadas y la espalda
arqueada al máximo para elevar su trasero amplio y juvenil. Valeria se subió
sobre ella con cuidado, apoyando sus propias rodillas a ambos lados de la
cintura de Sofía y bajando el torso hasta que sus pechos rozaban la espalda de
la cuñada; de esta forma, los glúteos de ambas quedaron superpuestos en capas
perfectas: las nalgas redondas y firmes de Valeria descansando directamente
sobre las amplias y temblorosas de Sofía, la carne aceitada deslizándose una
contra la otra con cada respiración, creando una fricción resbaladiza y
caliente que hacía gemir a ambas antes siquiera de ser tocadas.
Marco y
Diego se arrodillaron detrás de la pila humana, penes palpitantes y cubiertos
de aceite. Penetraban alternadamente con un ritmo sincronizado y tortuoso:
Marco hundía primero su verga gruesa en el ano lubricado de Valeria, sintiendo
cómo el anillo apretado y elástico lo succionaba hasta la base mientras los
glúteos superiores temblaban; luego se retiraba lentamente y pasaba al coño
empapado de Sofía debajo, deslizándose con facilidad entre los labios hinchados
y golpeando profundo. Diego hacía lo contrario: empezaba en el coño de Sofía,
embistiendo con fuerza para hacer que todo el montón se sacudiera; luego subía
al ano de Valeria, abriéndolo con empujones largos que provocaban gemidos
simultáneos. Cada cambio de nivel hacía que la carne superpuesta rebotara en
ondas dobles, aceite y crema salpicando, los anos y coños contrayéndose
visiblemente alrededor de las vergas alternas.
—Follen
nuestros culos al mismo tiempo… comparen
quién es más puta, quién aprieta más, quién se corre primero —suplicaban al
unísono Valeria y Sofía con voces entrecortadas y roncas, moviendo las caderas
en círculos opuestos para intensificar la fricción entre sus propios glúteos y
la doble penetración que las atravesaba.
Camila,
dominada por un deseo voraz, se acercó a Javier, que yacía boca arriba
recuperando el aliento. Se arrodilló a horcajadas sobre su rostro, las rodillas
a ambos lados de su cabeza, y bajó las caderas hasta sentarse por completo
sobre él: sus nalgas en forma de corazón se extendieron sobre la cara de su
padre, cubriéndolo desde la frente hasta la barbilla, la carne suave y aceitada
aplastándose contra sus mejillas y nariz, el ano rosado y húmedo presionando
directamente contra su boca mientras el coño empapado rozaba su barbilla.
Marco, desde atrás, se posicionó de rodillas y penetró analmente a Camila con
un solo empujón profundo, la verga abriendo su ano apretado mientras sus
glúteos temblaban sobre el rostro de Javier.
—Papá…
lame mi coño y mi ano mientras tu hijo me destroza el culo con su verga gruesa
—gemía Camila, moviéndose en círculos lentos para frotar ambas zonas contra la
boca ansiosa de Javier.
Javier
obedecía con devoción absoluta: su lengua se hundía alternadamente en el coño y
el ano de su hija, penetrando profundo, succionando los jugos prohibidos que
goteaban abundantes, saboreando la mezcla intensa de aceite, crema y excitación
familiar mientras sentía cómo cada embestida de Marco hacía que el cuerpo de
Camila se presionara más contra su rostro.
Más
tarde, hacia la medianoche, cuando el reloj marcó las doce con un leve tintineo
lejano, Valeria organizó un ritual de
adoración pura. Las mujeres, una por una, caminaban lentamente por el centro de
la sala como en un desfile erótico, contoneándose con cadencia hipnótica, las
caderas balanceándose para hacer temblar los glúteos aceitados y brillantes que
reflejaban las luces navideñas en destellos dorados y cremosos. Cada una
separaba sus propios glúteos con las manos al pasar frente al grupo, abriendo completamente
la vista a anos dilatados, rosados y palpitantes, coños hinchados goteando,
dejando que todos admiraran, tocaran y lamieran al paso.
Al
turno de Laura, todos aplaudían con entusiasmo, manos extendidas para tocar:
dedos hundidos en el ano maduro, lenguas lamiendo rápidamente la hendidura,
bocas succionando la carne pesada mientras ella gemía y seguía caminando.
Cuando
le tocó a Isabella, el grupo entero se arrodilló detrás de ella en reverencia
absoluta. Su trasero colosal dominaba la vista, temblando con cada paso lento,
la crema y el aceite corriendo por los pliegues.
—Es el culo más grande, el más hermoso… una verdadera maravilla —dijo Laura con voz temblorosa de deseo, besando una nalga enorme, luego hundiendo la lengua en el ano dilatado.
Isabella
separó sus propias nalgas al máximo con ambas manos, abriendo todo hasta el
límite, el ano guiñando húmedo y brillante.
—Lámanme
el ano todos ahora… prepárenlo para que me penetren sin piedad, métanme lenguas
y dedos hasta que no aguante más —ordenó con voz autoritaria.
Uno por
uno, y luego todos juntos: lenguas penetrando profundo en el ano colosal, dedos
—hasta cuatro a la vez— estirando y masajeando las paredes internas,
dilatándolo más mientras Isabella gemía y empujaba hacia atrás.
Sofía,
excitada por la escena, pidió lo mismo con urgencia.
—Quiero
que todos me follen el culo esta noche… doble si es posible, triple… llénenme
hasta que no pueda más.
La
noche se convirtió en un torbellino interminable de posiciones prohibidas.
Comenzaron las dobles penetraciones anales en los traseros más grandes: Javier
y Marco se colocaron detrás de Laura, uno empujando su verga en el ano ya
dilatado mientras el otro, lubricado abundantemente, forzaba la entrada al
lado, estirándola al límite absoluto. Dos vergas gruesas rozándose dentro del
mismo ano maduro y carnoso, moviéndose en ritmo alterno, haciendo que las
nalgas temblaran violentamente y Laura gritara de placer y dolor exquisito.
—Estoy
tan llena… dos vergas en mi culo al mismo tiempo… fóllenme como a una puta
incestuosa, rómpanme —gritaba Laura al alcanzar un orgasmo con abundantes
fluidos que salpicaron la alfombra, su cuerpo convulsionando mientras los
hombres seguían embistiendo.
Luego fue el turno de Isabella: Diego y Marco se posicionaron, penetrando su ano colosal al mismo tiempo. El anillo se estiró al máximo, acogiendo ambas vergas con dificultad inicial pero luego succionando con fuerza, la carne inmensa temblando alrededor mientras ellos empujaban en sincronía.
—Estírenme
el culo… quiero sentirlos rozarse dentro de mí, que me llenen hasta reventar
—suplicaba Isabella, empujando hacia atrás con fuerza.
Los
intercambios constantes se producían sin el menor pudor, en un flujo continuo y
obsceno que nadie quería interrumpir: una verga gruesa y palpitante salía
directamente de un ano dilatado y resbaladizo, cubierta por completo de una
capa cremosa y brillante de jugos anales que goteaban lentamente desde la punta
hasta la base, con un aroma intenso y profundo que llenaba el aire cercano. Sin
pausa, esa misma verga era introducida de inmediato en una boca ansiosa y
abierta de par en par —la de una hermana, una madre, una nuera, una suegra— que
la recibía con avidez absoluta. La lengua rodeaba el grosor desde el primer
instante, lamiendo con movimientos largos y hambrientos cada centímetro,
succionando con fuerza la cabeza hinchada para extraer los restos cremosos y
salados del interior de otra mujer, saboreando sin reparos el gusto prohibido y
terroso que quedaba impregnado en la piel. La boca se hundía hasta la base,
garganta relajada para tragar todo, limpiando meticulosamente la verga con
chupadas rítmicas y saliva abundante antes de liberarla brillante y húmeda,
lista para volver a hundirse en otro ano dilatado y lubricado, repitiendo el
ciclo una y otra vez entre gemidos ahogados y miradas de complicidad lujuriosa.
Besos
profundos se daban entre todos sin distinción: lenguas que minutos antes habían
estado hundidas hasta el fondo en anos dilatados y palpitantes, cubiertas de
jugos cremosos y aceite, ahora se entrelazaban con pasión dentro de bocas
familiares. Se exploraban con hambre, compartiendo abiertamente los sabores
intensos y prohibidos que aún permanecían —saliva espesa mezclada con restos
dulces de crema batida, aceite resbaladizo y la esencia profunda y terrosa de
la excitación anal—. Las lenguas se enroscaban, se chupaban, se empujaban hasta
el fondo de la garganta, pasando fluidos de una boca a otra mientras manos
acariciaban pechos, nalgas y sexos, prolongando el beso hasta que el aire
faltaba y los labios quedaban hinchados y brillantes, listos para volver a
hundirse en otra parte del cuerpo.
Valeria
organizó finalmente una torre humana impresionante: Isabella en la base, firme
a cuatro patas con su trasero colosal como fundamento; Camila encima, apoyando
rodillas y manos sobre la espalda de Isabella; Sofía sobre Camila; Valeria
sobre Sofía; y Laura coronando arriba. Cinco niveles de traseros apilados,
glúteos superpuestos temblando en cadena, anos y coños expuestos en altura
escalonada. Los hombres subían y bajaban como en una escalera viva, penetrando
cada nivel secuencialmente: vaginal en uno, anal en el siguiente, alternando
ritmos y profundidades, haciendo que toda la torre se sacudiera y gimiera en
sincronía.
—Fóllenme
desde abajo hasta arriba… llenen todos estos culos de semen caliente, uno por
uno hasta que rebosemos —suplicaban las mujeres al unísono, empujando hacia
atrás en cada nivel mientras los hombres ascendían y descendían sin pausa, la
noche convirtiéndose en un éxtasis colectivo e interminable.
Los
clímax llegaban en oleadas interminables, como un mar de placer que subía y
bajaba sin pausa, inundando la sala con gemidos, gritos y el sonido constante
de carne chocando contra carne. El aire estaba denso, cargado de sudor, aceite,
crema batida derretida y el aroma intenso de sexo colectivo; las luces
navideñas parpadeaban sobre cuerpos brillantes, proyectando sombras danzantes
de nalgas temblorosas, vergas entrando y saliendo, lenguas hundidas y manos
explorando sin descanso.
Isabella,
la más grande y deseada, se convirtió en el epicentro absoluto de esa tormenta
de lujuria. El grupo entero se concentró exclusivamente en su trasero
monumental, esa masa colosal de carne suave, pesada y lubricada que dominaba
toda la vista. La colocaron en el centro de la alfombra, a cuatro patas, pero
con las rodillas muy separadas y la espalda arqueada al máximo, las manos de
Diego y Marco separando sus glúteos al límite para exponer completamente el ano
dilatado y palpitante, brillante de aceite y jugos, abierto como una invitación
obscena. Javier, Marco y Diego se turnaban con una coordinación instintiva y
feroz: tres vergas gruesas y venosas alternando sin pausa en su ano. Primero,
Javier empujaba hasta el fondo, sintiendo cómo el anillo anal lo succionaba con
fuerza mientras las nalgas temblaban violentamente en ondas que parecían no
terminar; se retiraba lentamente, la verga cubierta de crema anal brillante, y
Marco tomaba su lugar, embistiendo con más velocidad, haciendo que la carne pesada
rebotara con sonidos húmedos y resonantes. Diego cerraba el ciclo, penetrando
con ángulos diferentes para golpear puntos nuevos, la verga deslizándose con
facilidad gracias al aceite, pero apretada por la calidez abrumadora del
interior.
Al
mismo tiempo, lenguas y dedos atacaban el resto: Valeria y Laura lamían con
avidez los glúteos colosales, lenguas trazando las curvas inferiores donde la
carne se unía a los muslos, succionando la crema batida mezclada con sudor;
Sofía y Camila introducían dedos en el coño empapado de Isabella —tres, cuatro
a la vez—, curvándolos para masajear las paredes internas mientras el pulgar
frotaba el clítoris hinchado con presión constante. Isabella temblaba entera,
el cuerpo convulsionando en espasmos incontrolables, las nalgas inmensas
ondulando como un terremoto de carne, el ano contrayéndose alrededor de cada
verga que entraba y salía.
—Córranse
en mi culo todos… por favor, llénenme, háganme parte de la familia —suplicaba
con voz quebrada y desesperada, lágrimas de placer rodando por sus mejillas
mientras alcanzaba un orgasmo tras otro, chorros de fluidos que salpicaban la
alfombra y las piernas de quienes la rodeaban—. Quiero sentir cómo me inundan,
cómo el semen gotea de mi ano estirado… No paren, más, más…
Cada
corrida era celebrada: Javier fue el primero en explotar dentro, embistiendo
hasta el fondo y quedándose quieto mientras su verga palpitaba, descargando
chorros espesos y calientes que llenaban el interior hasta rebosar, semen
blanco mezclándose con aceite y crema, goteando lentamente por el perineo.
Marco siguió, añadiendo su propia carga con gruñidos animales; Diego cerró,
corriéndose con fuerza mientras Isabella gritaba en otro clímax múltiple, el
ano contrayéndose para ordeñar hasta la última gota.
Luego,
Camila, no menos deseada, lloraba abiertamente de placer al recibir una
atención triple que la llevaba al borde de la locura. La habían colocado boca
arriba sobre un sofá, las piernas abiertas al máximo y sujetas por manos
ansiosas. Marco penetraba su culo en forma de corazón con embestidas profundas
y constantes, la verga abriendo el anillo rosado y apretado hasta el límite,
haciendo que las nalgas temblaran en ondas controladas pero intensas. Al mismo
tiempo, Diego hundía su pene en el coño empapado de Camila, golpeando el punto
sensible con ritmo opuesto al de su hermano, creando una fricción interna que
la hacía gritar sin control. Javier, de rodillas junto a su cabeza, introducía
su verga en la boca de su hija: Camila la succionaba con avidez, garganta
relajada para tragar hasta la base, lengua rodeando el grosor mientras lágrimas
de éxtasis corrían por sus mejillas. Tres penetraciones simultáneas —ano, coño
y boca— la llenaban por completo, el cuerpo convulsionando en orgasmos
continuos, fluidos salpicando, gemidos ahogados alrededor de la verga de su
padre.
—Más… no paren… rómpanme toda —sollozaba entre chupadas, el placer tan intenso que apenas podía hablar.
Sofía
alcanzó el éxtasis absoluto cuando la apilaron y penetraron colectivamente. La
colocaron en el centro, a cuatro patas, y todos se turnaron para penetrarla al
mismo tiempo: Javier y Marco en doble anal, sus vergas rozándose dentro del ano
amplio y juvenil, estirándolo al límite mientras las nalgas temblaban
violentamente; Diego en el coño desde abajo o por delante, embistiendo con
fuerza para golpear el punto G; Valeria y Laura lamiendo pechos, clítoris y
perineo, dedos en todos los lugares posibles. Sofía gritaba nombres prohibidos
—“papá”, “hermano”, “mamá”— mientras orgasmos la sacudían uno tras otro, néctar
que empapaba a quienes la rodeaban, el cuerpo convulsionando hasta casi
colapsar.
Posteriormente,
Laura, como matriarca experimentada, dirigió escenas madre-hija con autoridad
sensual. Se colocaba debajo de Sofía o Camila mientras eran folladas, lamiendo
sus anos dilatados justo cuando una verga salía, saboreando la mezcla de semen
y jugos anales, succionando el anillo estirado antes de que la siguiente
penetración entrara. Luego guiaba a sus hijas a lamer el ano de la otra
mientras eran tomadas, creando círculos incestuosos de lenguas y vergas. “Lame
a tu hermana mientras tu hermano la folla… siente cómo palpita su ano alrededor
de él”, ordenaba con voz ronca, ella misma recibiendo penetraciones dobles
mientras sus hijas lamían sus nalgas maduras.
Marco y
Diego intercambiaron parejas constantemente, follando madre, hermanas y cuñada
con una energía inagotable. Pasaban de penetrar el ano maduro y carnoso de
Laura a los glúteos perfectos de Valeria, luego al amplio juvenil de Sofía, al
corazón apretado de Camila y finalmente al colosal de Isabella, comparando en
voz alta las sensaciones: “El de mamá es tan suave y acogedor… el de Valeria
aprieta como un guante… Sofía succiona con fuerza… Camila es tan estrecha que
duele de rico… e Isabella… Dios, Isabella te traga entero”. Cada cambio era
celebrado con palmadas, mordidas y lamidas colectivas.
Javier,
el patriarca, probó cada culo con reverencia y detalle, comparando sensaciones
como un conocedor: se hundió lentamente en el ano de Laura, su esposa,
sintiendo la familiaridad cálida y abundante; pasaba al de Valeria, notando la
firmeza elástica y la succión joven; exploraba el de Sofía con embestidas
profundas, admirando cómo el ano juvenil se adaptaba y contraía; probaba el de
Camila, disfrutando la estrechez que lo hacía gemir; y finalmente se perdía en
el de Isabella, donde la inmensidad lo envolvía por completo, el calor y la
profundidad haciéndolo correrse una y otra vez. “Cada uno es perfecto a su
manera… pero todos son míos esta noche”, declaraba con voz grave mientras
comparaba texturas, temperaturas, contracciones y temblores.
Los
clímax seguían llegando en oleadas interminables: orgasmos múltiples que hacían
chorrear néctar a las mujeres, eyaculaciones que llenaban anos y coños hasta
rebosar, semen goteando por muslos y alfombra, cuerpos temblando en sincronía.
Nadie quería parar; la noche se extendía hacia la madrugada con la promesa de
más, mucho más, hasta que el agotamiento los venciera o el amanecer los
encontrara aún entrelazados en su nueva tradición navideña.
La
madrugada llegó lentamente, filtrándose por las cortinas entreabiertas con una
luz grisácea que contrastaba con el resplandor cálido de la chimenea y las
luces navideñas que aún parpadeaban. Sin embargo, la energía del grupo no
decaía en absoluto; al contrario, parecía alimentarse del agotamiento mismo,
convirtiendo el cansancio en una excitación más profunda y salvaje. Los cuerpos
seguían brillando de sudor, aceite y fluidos, los glúteos marcados por huellas
rojas de manos, dientes y palmadas, los anos dilatados palpitando con cada
movimiento mínimo. Pausas breves surgían de forma natural: alguien alcanzaba un
jarrito de ponche frío para hidratar gargantas roncas, el líquido dulce y
alcohólico bajando por pechos y vientres mientras se besaban con bocas aún
cubiertas de restos cremosos. Otros tomaban porciones de postre directamente de
la fuente más erótica: crema batida espesa untada generosamente en las
hendiduras profundas de los traseros, lamida con lenguas ansiosas que se
hundían entre los glúteos separados, succionando la dulzura mezclada con sudor
salado y jugos anales; buñuelos triturados espolvoreados sobre nalgas
temblorosas, las migas pegándose a la piel lubricada antes de ser devoradas a
mordidas y lamidas lentas, dientes rozando carne suave, lenguas recogiendo cada
partícula mientras las mujeres gemían al sentir bocas calientes explorando sus
partes más íntimas.
Nuevas
posiciones surgían de la creatividad colectiva, impulsadas por el deseo
insaciable. Formaron un círculo amplio sobre la alfombra, todos a cuatro patas
con las cabezas bajas y las caderas elevadas, cuerpos conectados en una cadena
cerrada. Cada participante tenía el rostro hundido entre las nalgas del
siguiente: lenguas extendidas lamiendo con devoción los anos dilatados y
brillantes, penetrando profundo en los orificios abiertos por horas de
penetraciones, saboreando la mezcla cremosa de semen, aceite, crema batida y
jugos naturales que aún goteaba de los interiores. La lengua entraba y salía en
movimientos rítmicos y largos, rodeando primero el anillo rosado y estirado,
succionando suavemente los pliegues internos, luego hundiendo hasta el fondo para
masajear las paredes calientes y palpitantes, recogiendo cada resto viscoso con
chupadas hambrientas. Al mismo tiempo, cada persona era penetrada por detrás:
vergas gruesas entrando en anos o coños según el turno, embistiendo con fuerza
que hacía que la cadena entera se sacudiera en sincronía, empujando rostros más
profundo entre glúteos, intensificando las lamidas. Los gemidos vibraban
directamente contra los anos lamidos, lenguas temblando dentro mientras cuerpos
se convulsionaban, el círculo convirtiéndose en un torbellino de placer
oral-anal donde nadie sabía dónde terminaba una sensación y comenzaba la
siguiente.
Pausas
para duchas colectivas improvisadas surgían cuando los cuerpos se volvían
demasiado pegajosos: botellas grandes de agua mineral traídas de la cocina eran
vertidas con generosidad sobre cabezas y espaldas, chorros fríos corriendo por
pechos, vientres y especialmente entre nalgas, limpiando temporalmente semen
seco, crema derretida y jugos acumulados. El agua fría provocaba jadeos y
pezones endurecidos, pero era solo un preludio: manos y lenguas volvían
inmediatamente a ensuciar, untando más aceite, introduciendo dedos y vergas de
nuevo en anos recién lavados, el contraste entre frío y calor intensificando
cada penetración posterior.
Al amanecer del 25 de diciembre, cuando los primeros rayos de sol se filtraban por las ventanas y el cielo se teñía de rosa, la energía finalmente comenzó a ceder. Exhaustos, pero completamente insaciables, con músculos temblando y respiraciones pesadas, se derrumbaron en un enredo masivo de cuerpos sudorosos y entrelazados sobre la alfombra y los sofás. Brazos y piernas se cruzaban sin orden, pechos presionados contra espaldas, vergas semierectas rozando muslos internos, coños y anos aún palpitantes descansando contra rostros o manos. Estaban cubiertos de semen seco y fresco que formaba costras brillantes en pieles, jugos femeninos que goteaban lentamente por muslos y barbillas, marcas rojas profundas en nalgas —huellas de dedos, mordidas, palmadas— que palpitaban con cada latido. Los culos, protagonistas absolutos de la noche, seguían temblando levemente incluso en reposo: enormes y pesados los de Laura e Isabella, firmes y redondos los de Valeria, amplios y juveniles los de Sofía, en forma de corazón los de Camila; todos marcados, dilatados, brillantes de restos de aceite y fluidos, palpitando con una sensibilidad extrema que provocaba pequeños jadeos al menor roce.
Sofía,
con la voz ronca y quebrada por horas de gritos y gemidos, alzó apenas la
cabeza desde donde yacía entre las nalgas de su madre, el rostro aún brillante
de jugos.
—¿Repetimos
esto el próximo año? ¿Y todos los años de ahora en adelante? —preguntó con una
sonrisa exhausta pero llena de promesas.
Todos
respondieron al unísono, jadeantes y entre risas débiles, voces entrecortadas
por el cansancio, pero firmes en su convicción:
—Claro
que sí… esta es nuestra Navidad de ahora en adelante… todos los años, sin
falta.
La
adoración absoluta de aquellos traseros grandes, carnosos, voluptuosos e
irresistibles —cada uno único en su forma, textura y respuesta— había
transformado a la familia para siempre. Lo que comenzó como una cena navideña
tradicional se había convertido en un lazo eterno de lujuria prohibida, uniendo
sangre y placer en un ritual que ninguno olvidaría ni querría abandonar jamás,
prometiendo noches futuras aún más intensas bajo las mismas luces parpadeantes
del árbol.
